martes, 24 de octubre de 2017

LA RESPIRACIÓN
TÍTULO: La respiración
AUTOR: Alfredo Sanzol
EDITORIAL: Ediciones Antígona
SUBGÉNERO: Comedia
AÑO DE PUBLICACIÓN: 2016

A veces no tengo claro si las comedias de Alfredo Sanzol son obra de un genio o una tomadura de pelo. Quizá ni una cosa ni la otra. Más claro lo deben de tener en el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte, que hoy mismo le ha concedido el Premio Nacional de Literatura 2017 en la modalidad de Literatura Dramática a Sanzol por La respiración. Mi enhorabuena para el dramaturgo; por su pieza y por la puesta en escena del mismo, que el propio escritor dirige. Está claro, eso sí, que el jurado ha debido de pasar por alto que al texto dramático le conviene una revisión. Pero eso me temo que es batalla perdida.
En todo caso, y volviendo a lo que escribía al principio, lo que seguramente ocurra es que Sanzol sea un dramaturgo un tanto fronterizo. La respiración juega al despiste en el fino límite de la realidad y la fantasía. Tiene un punto de absurdo sin que este llegue a invadir la escena. Y es de una comicidad no demasiado abierta, aunque potenciada sobre las tablas.
El jurado del Nacional de Literatura ha premiado esta pieza por “la estructura de una trama tan abierta como compacta, con unos personajes sólidos que evolucionan dramáticamente y que se mueven en una renovada sentimentalidad”. Bien. La típica “literatura de relleno” destinada a justificar ante la prensa la decisión del jurado. Decir sin decir aparentando que se dice. Porque ya me diréis si casi todo lo que se cuenta ahí no se puede aplicar a… ¿cuántas obras? Otra cosa es lo de la “renovada sentimentalidad”. Quedémonos con esto último.
La obra parte de la crisis personal que Nagore no es capaz de superar tras la ruptura con su pareja, con la que tiene una hija. La soledad, el vacío que no se llena, la centrifugadora de la ansiedad que no para. Nagore es la máscara tras la que se esconde el propio Sanzol, como él mismo ha venido a confesar. Esta obra es una expiación de sus fantasmas tras una dura ruptura. Eso va a ser lo que haga Nagore, empujada por su madre, cuando vaya conociendo a Andoni, profesor de yoga; al hermano de este, Íñigo, fisioterapeuta; y a Míkel, hijo de Andoni y novio de Leire, quien también entra en escena. A partir de aquí, Sanzol arrastra al lector a una suerte de “fantasía” de la que Nagore es consciente pero que no deja de ser también una cierta realidad. Esa fantasía será, de un modo u otro, terapia para Nagore.
La respiración hay que entenderla como lo que es: una liberación, un aquelarre de las brujas de la ansiedad, una bocanada de aire para poder… ¡respirar! La respiración es la búsqueda sanadora de la respiración. Pero esa búsqueda es también un juego de propuestas. Y ¿si jugamos? ¿A qué? Al amor libre. Aquí no hay censura, si acaso, una cierta sorpresa. Pero ¿por qué no derribar barreras y abrir las puertas al amor promiscuo y sin prejuicios, desbocado, sin ataduras y sin condiciones? Como una suerte de ridícula risoterapia en la que, sin embargo, los participantes liberan, además de la mandíbula, algo que les pesaba. Pues eso, amorterapia. Al fin y al cabo, estamos en una “fantasía”, podemos jugar a lo que la realidad no permite o, al menos, restringe. Aunque, claro, esta fantasía se diluye en la realidad a poco que te descuides. Será el lector quien tenga que atreverse, o no, a jugar su propia fantasía. Terapia para Nagore. Terapia para Sanzol. ¿Terapia para el lector o espectador?
Decía más arriba que la comicidad de La respiración no era muy abierta. Cada uno que haga su lectura. No es una comedia de carcajada y mandíbula batiente. Pero lo cierto es que Sanzol debe de tener en su cabeza un tono más cómico del que desprende el texto, pues la puesta en escena que él mismo dirige sí arranca varias carcajadas al respetable. Quizá esa comicidad se vea favorecida por una arrolladora Nuria Mencía, que exuda por sus poros un divertido y a la vez entrañable personaje que parece una divertida mezcla de yonqui y camionera macarra. Divertida comedia, además de interesante contraste con el texto escrito para apreciar la visión real del autor, su tono personal a la hora poner a sus personajes a hablar, a llorar, a reír, a amarse y a desamarse.

Lo más importante, lo dicho: la liberación. Literatura terapéutica en varios frentes. Juguemos a liberarnos… ¡y a ver qué sale!

viernes, 8 de septiembre de 2017

LA VIDA ES SUEÑO

TÍTULO: La vida es sueño
AUTOR: Pedro Calderón de la Barca
SUBGÉNERO: Drama filosófico
AÑO DE PUBLICACIÓN: 1636

¿La vida es sueño?
Más parece pregunta (si acaso, duda) que afirmación. La vida es sueño es una incógnita que deja sombra cuando arroja luz. Siempre se ha dicho que es esta una obra contrarreformista que defiende el libre albedrío por encima de un cierto determinismo. “…el hado más esquivo, / la inclinación más violenta, / el planeta más impío / sólo el albedrío inclinan, / no fuerzan el albedrío” (vv. 787-791), dice Basilio en esta espléndida edición de Castalia anotada por José María Ruano de la Haza, “…porque el hombre / predomina en las estrellas” (vv. 1110-1111). Sí, pero hay que escuchar a Clarín antes de morir: “Y así, aunque a libraros vais / de la muerte con hüir, / mirad que vais a morir, / si está de Dios que muráis” (vv. 3092-3095). Fernando Urdiales, que tenía esta obra en la cabeza (no en vano la había montado años atrás), parecía haberse quedado con el martilleo de estas palabras que Calderón, por si acaso, repite seguidamente como un eco reflexivo en boca de Basilio: “Mirad que vais a morir, / si está de Dios que muráis” (vv. 3096-3097). ¿Hay que desdeñar las palabras del gracioso por el mero hecho de ser el simple, o se complace Calderón en ocultar un tesoro en una vasija de barro? Clarín parece evocar la tragedia clásica y convertirse en un esperpéntico Edipo: “…no hay lugar / para la muerte secreto; / […] que quien más su efeto huye / es quien se llega a su efeto” (vv. 3079-3083). Pero Clotaldo parece terciar al final a favor del albedrío por encima del poderoso destino: “Aunque el hado, señor, sabe / todos los caminos, y halla / a quien busca entre lo espeso / de dos peñas, no es cristiana / determinación decir / que no hay reparo a su saña. / Sí hay, que el prudente varón / vitoria del hado alcanza” (vv. 3112-3119).
Ni siquiera la resolución del conflicto nos aclara la verdad del destino, si lo hay. Al fin y al cabo, el destino no deja de cumplirse… irónicamente. Es Segismundo quien fuerza simuladamente su consumación. El hado no se cumple… pero se cumple. El hado se cumple… pero no se cumple.
Y es que el claroscuro barroco es el contraste que ilumina/oscurece esta pieza como ninguna otra. Segismundo es quien mejor encarna la zozobra, el trampantojo que teje Calderón, la duda permanente de ese ir y venir de la torre a palacio, del sueño a la vigilia, de la verdad a la ilusión (“porque quizá estás soñando, / aunque ves que estás despierto” (vv. 1530-1531), advierte Basilio a Segismundo). Es el desengaño barroco, que llega a irritar a un desconcertado Segismundo ante su preceptor, Clotaldo: “A rabia me provocas / cuando la luz del desengaño tocas” (vv. 1680-1681).
Pues eso, más duda que certezas, quizá eternamente, en la lectura de este clásico. O quizá haya en él certezas varias para que cada “consumidor” escoja y se dé gusto…
Veo recientemente en Olmedo a un nuevo Segismundo: el que propone Teatro del Temple bajo la dirección de Carlos Martín y producción de María López Insausti. Me sorprende. El espectáculo es un “volcán, un Etna hecho” (v. 164) de pasiones y fuerza primitivas que se suceden de principio a fin sin solución de continuidad. El juego escénico se anuncia desde la entrada de Rosaura; ¡qué momento tan difícil, siempre, comenzar con uno de esos arranques archisabidos y que el público espera lupa en mano! Desde ahí, van y vienen actores “pluriempleados”, marañas escenográficas, luces desde los varales hasta las propias manos de los intérpretes, música en directo para afinar el tono de cada escena, vestuario hilvanado de anacronismos sugerentes, y versos mimados por una dicción clarificadora. Todo para dibujar una puesta en escena tan barroca como la pieza de Calderón.
Efectivamente, algunos de los actores se multiplican, pero no es eso lo importante. Lo relevante es la huella que algunos de ellos dejan en el espectador. José Luis Esteban encarna a un Segismundo muy sui generis. Con una dicción peculiar, traslada la sensación de un ser de carne y hueso, atento a su ser cambiante, balbuceante en momentos y asombrado de su propio devenir, cuyo sentido no siempre alcanza a comprender. Esteban parece ser, en muchos momentos, un actor que busca la verdad de su personaje como Segismundo busca la verdad de su persona. De ahí el tono predominantemente introspectivo, a diferencia de la declamación tradicionalmente desmesurada en conocidísimos monólogos. Visceral y potente está también Félix Martín al encarnar a Clotaldo. Y para nada desmerecen el donaire de Clarín con su estética casi de cómic (Alfonso Palomares), o la Rosaura (Minerva Arbués), el Astolfo (Francisco Fraguas) y la Estrella (Encarni Corrales) que mantienen en alto la tensión, ora latente, ora patente, que arrastran sus personajes.
El movimiento escénico es muy vivo desde el inicio, y tiene lugar entre los versátiles elementos escenográficos, nunca gratuitos y muy bien traídos para reforzar el sentido de cada escena. Pero lo más interesante es la espectacular simbiosis entre la escenografía de Tomás Ruata y la iluminación de Tatoño Perales. El juego de luces y sombras crea sugerentes espacios por los que los actores se mueven, en ocasiones, como si en una jungla se encontrasen, con la habilidad de una fiera (salvo algún perdonable despiste “lumínico” de “Rosaura”…).
Pero los ambientes no solo surgen de lo dicho antes. La música, en directo, pautada por la mano de Gonzalo Alonso, dibuja, desde unos pocos y peculiares instrumentos, un telón de fondo sonoro persistente pero nada cansino; al contrario, su poder evocador, sumamente coherente con los demás lenguajes escénicos, cala discreta pero efectivamente en el espectador.
No pasa desapercibido tampoco el vestuario de Ana Sanagustín, y no solo por esos anacronismos que citaba antes, y que sirven, por poner un ejemplo, para transformar a Estrella y a Astolfo, por momentos, en raperos, y su primer encuentro en una suerte de “pelea de gallos”. No. La fuerza evocadora de la vestimenta parece entroncar con lo pasional, lo primitivo, lo salvaje, como si por las tablas trotasen guerreros mongoles. Esa fuerza, agarrada a la tierra, a lo telúrico, conecta muy bien, igualmente, con ese juego de colores primarios con los que trabaja Perales en la iluminación.
El verso dramático no es sencillo. El verso barroco tampoco; y menos el calderoniano. Quizá por eso puede escuchar el espectador en este montaje un verso dicho con mucho cuidado. La dicción es precisa, clara, pausada en muchas ocasiones. Incluso en pro de la claridad se sacrifica la ortodoxia métrica, rompiendo varias sinalefas. Quizá excesivo, pero muchos espectadores lo habrán agradecido.
En todo caso, hay que decir que la adaptación de La vida es sueño que propone Alfonso Plou en su versión es bastante fiel al original. Calderón es aquí muy reconocible. Más parece un trabajo de tijera que de pluma. Lo cual no quita para que el respetable asista a algunos cambios: el reparto de papeles en algunos momentos memorables, la suavización de la actitud final de Segismundo (quizá más acorde con la humanidad que se desprende del personaje encarnado), la propuesta (que no imposición) de matrimonio de Segismundo a Estrella (otra concesión a los tiempos), la manera final de dirigirse al público para cerrar el espectáculo…

Al hilo de esto último, el público olmedano recordará bien esa conexión. Pero no solo en el final, sino también y especialmente durante uno de los monólogos de Segismundo (aunque aquí no es tanto monólogo, como sugiero en el párrafo anterior). Versos muy conocidos que el público evoca. Ante la sutil invitación de los actores, el público entra al trapo. En la calurosa noche de Olmedo, se oye el murmullo del espectador. Y tras el mismo, atisbo de tímidos aplausos que no terminan de contagiar al resto del respetable. Buena faena del tendido, pues la intimidad del momento y su prolongación escénica a punto estuvieron de romperse por algunas palmas entusiastas y bien intencionadas pero torpes.

viernes, 30 de junio de 2017

LOS AMORES DIVERSOS
TÍTULO: Los amores diversos
AUTOR: Fernando J. López
EDITORIAL: Ediciones Antígona
SUBGÉNERO: Monólogo dramático
AÑO DE ESTRENO: 2015
AÑO DE PUBLICACIÓN: 2016

Cavafis, Emily Brontë, Byron, Flaubert, Baudelaire, Wilde, Virginia Woolf, Proust, Marguerite Yourcenar, Gabriela Mistral, Juan Ramón, Cernuda, Lorca, Salinas, Gloria Fuertes, Cortázar, Sylvia Plath…
Y así podría seguir, líneas y líneas, con nombres y más nombres, pero también con obras, con tópico literarios, con espacios míticos… Porque Los amores diversos es una fértil evocación de parte de la tradición literaria universal.
El punto de partida es atractivo, y evocador también, como el nombre de su protagonista, Ariadna. Ella es el centro de este monólogo por el que también circulan en la lejanía o en el recuerdo otros nombres que forman o han formado parte de la vida de ella. El más importante de todos es el de su padre, recién fallecido en un accidente cuyas circunstancias no están nada claras (cierto punto de intriga que, por otra parte, no creo que le haga falta a esta pieza teatral) y que ha dejado varios cabos emocionales sueltos en la relación, difícil, con su hija Ariadna. A partir de ahí, el monólogo se desarrolla en un espacio único, el despacho del padre, donde Ariadna ha acudido en busca de algún texto literario predilecto de su progenitor para leerlo, a modo de homenaje, en el funeral de este.
El despacho del padre es un microcosmos literario, es el santuario donde este hombre, auténtico “enfermo” de la literatura, ha conversado horas y años con esos buenos amigos de papel que le han acompañado. Y ese lugar no es ajeno a Ariadna, cuya relación con su padre ha estado marcada por la presencia permanente de los libros. Su padre ha sido su maestro de letras. Pero a pesar de esa proximidad, la relación no ha sido nunca sencilla. Por medio se han cruzado amores y desamores, fidelidades e infidelidades. De alguna forma, Ariadna tiene pendiente una honda conversación con su padre, un duelo antes del adiós definitivo. Y esa conversación, llena de literatura, de reproches, de amor, de incógnitas, es la que nos permite conocer a Ariadna y a su entorno.
Tirando del hilo de todo ello, Ariadna va evocando poetas, novelas, versos… Es la literatura en vena. Los amores diversos es un hermoso homenaje a los grandes libros, a los grandes autores. No están todos los que son (tarea imposible) pero sí son todos los que están. Y esto es un regalo que sabrán disfrutar los lectores. Llama la atención, eso sí, que sea este un homenaje a través del género dramático (género que Fernando J. López ha venido cultivando con éxito paralelamente a su buen hacer narrativo) y que, sin embargo, no encontremos en él apenas autores de textos teatrales. Los citados son principalmente poetas y novelistas. Claro que alguno de ellos cuenta entre su producción literaria con algo de obra dramática, pero no es por ello por lo que están aquí presentes.
En todo caso, no se queda este monólogo en una evocación literaria. Aquí pesa mucho el conflicto humano de Ariadna, atrapada en su laberinto, en su pequeña isla, en su entorno de contradicciones. Y es que Los amores diversos es un viaje emocional y hasta vital que Ariadna necesita hacer, cual Ulises femenino, a su Ítaca personal, a riesgo, en caso de no hacerlo, de quedar encallada y náufraga de su propia indecisión, en su particular isla de Naxos, en la que ha sido abandonada por el destino quizá para ajustar cuentas con él. Es este libro también una apuesta por los amores “diversos”; esos amores silenciosos, escondidos, doloridos, que precisan de arrojo para gritar su verdad. Buena ocasión pueden ser estos “orgullosos” días para adentrarse literariamente en la “diversidad”. Lo cierto es que a esos amores Fernando J. López da presencia de modo recurrente en su obra, tanto narrativa como dramática.  En uno de esos amores se encuentra Ariadna, atrapada por una Emma (“¿Bovary?”, estaréis pensando; sí, Bovary…) que sale a la aventura, en la oscuridad, en busca de los besos de Ariadna, pero que regresa, con el sol, a la luz pública y confortadora de su hipócrita matrimonio convencional. Y también el padre de Ariadna sabe algo de amores diversos…
Creo que el montaje teatral de este texto se estrenó en 2015. Lo cierto es que hasta el año 2016, al menos, ha estado sobre las tablas en la sala Off del Teatro Lara y ahora debe de seguir circulando por otras salas. Bajo la dirección de Quino Falero, la actriz Rocío Vidal ha sido la encargada de dar vida a Ariadna. La pena es que, con una acertada escenografía, que fusionaba simbólicamente el despacho del padre y la isla de Ariadna, con una fortísima presencia visual de los libros, la interpretación de Rocío Vidal no estuvo a la altura del texto. Reconociéndole momentos de gran intensidad dramática, en conjunto su trabajo pecó de una dicción acelerada y poco inteligible en varios momentos, además de un movimiento escénico torpe, salvado quizá en ocasiones en las que se movía por el suelo de forma más convincente y segura (instantes, creo recordar, que coincidían también con esos intervalos de mayor emotividad de los que hablaba antes). Un buen monólogo es un caramelo y un riesgo a la vez, y seguramente exige una versatilidad y una volubilidad nada sencillas de lograr. Creo que este texto dramático precisa en varios instantes de una hondura  y una flexibilidad que la actriz no ha sabido darle con su manera de decir (incluido algún poema...) a pesar de su bonita voz.

En todo caso, desde la butaca de casa con el libro bajo la luz del flexo, o desde la butaca del teatro, con la actriz y la escenografía bajo las luces de los focos, Los amores diversos es una espléndida ocasión para reflexionar sobre uno mismo de la mano (o del hilo...) de Ariadna. Que nadie se asuste si esta obra remueve los cimientos de su ¿sólida? vida. La valentía es dolorosa pero sin ella no hay viaje. Ariadna lo sabe.

martes, 6 de junio de 2017

EL CARTÓGRAFO
TÍTULO: El cartógrafo
AUTOR: Juan Mayorga
EDITORIAL: La uÑa RoTa
SUBGÉNERO: Drama
AÑO DE PUBLICACIÓN: 2017

La huella es el eco de la memoria.
“Érase una vez en el gueto. Mientras todo moría a su alrededor, un viejo cartógrafo se empeñó en dibujar un mapa. Pero como sus piernas no lo sostenían, como no podía ir a buscar los datos que necesitaba, pidió a una niña que lo hiciese por él”. Marek le resume a Blanca una historia con apariencia de cuento tradicional. La historia, con mayúsculas y minúsculas, atrapará a Blanca casi tanto como atrapó a los judíos en el gueto de Varsovia. ¿Qué fue de aquella huella en forma de mapa que alguien trazó para dejar testimonio de aquella ignominia? Todo será un necesario tirar del hilo en el laberinto del pasado y de las emociones hasta encontrar, o no, la salida. Alguna salida.
Después de leer El cartógrafo, el lector ya no mira igual un mapa. Los personajes de Mayorga hablan como si tuvieran la mirada perdida en el infinito, pero saben bien qué miran; y miran demasiado lejos para nosotros. Aun así, confiamos en ellos y a su mirada nos agarramos, porque sabemos que nos llevarán a algún sitio. Eso sí, una vez allí, quizá nos dejen solos. A pesar de que “en el teatro todo responde a una pregunta que alguien se ha hecho”, como dice Deborah a Blanca, sin embargo, “hay mapas que matan y mapas que salvan”. Quizá también haya teatro que mate y teatro que salve; las obras de Mayorga son de las que salvan, aunque la salvación no sea fácil…
Mayorga se convierte aquí en cartógrafo y El cartógrafo es su “mapa”. Lo tenemos delante y quizá no sepamos verlo; como tampoco hemos sabido ver el mundo en peligro que vaticinaban a gritos los mapas que el Anciano despliega ante los ojos asombrados de la Niña; mapas agoreros como Casandras trágicas… “El teatro como mapa; el dramaturgo como cartógrafo”, escribe Alberto Sucasas en un lúcido epílogo que cierra esta edición de La uÑa Rota y que servirá al lector de lupa y guía para viajar por por este asombroso mapa que es El cartógrafo. Porque El cartógrafo no es lectura superficial. Bajo su apariencia extraña, esconde mucho más de lo que imagina el lector cuando abre sus páginas. Como la nieve, de la que habla Magnar: “La nieve es difícil. Parece sencilla, pero a nivel microscópico es muy compleja”. Como el lago, en aparente calma, de San Manuel Bueno, mártir.
Lo bueno es que el Anciano enseña a la Niña. Su ojo experto se apoyará en los ágiles pies de ella. Y será cándido cuando convenga y estricto cuando toque. Porque es esencial que ella aprenda a mirar. “Mirar, escoger, representar: ésos son los secretos del cartógrafo”. Claro, no todo el que tiene ojos sabe “mirar”. Ni siquiera todo el que sabe mirar acierta a seleccionar, “escoger” aquello que debe figurar en el mapa y lo que no; “el vicio del cartógrafo es querer ponerlo todo”, “definitio est negatio”. Y solo así, quizá, la joven cartógrafa alcance algún día a “representar” la ratonera, el gueto de Varsovia que las plantas de sus pies y sus pupilas, adiestradas para no dejarse engañar por sí mismas, tan bien conocen.  Pero ¡qué difícil incluso así! ¡Qué difícil hacer un mapa vivo! Porque eso implica inocular el tiempo en el mapa, que es como inocular la vida. “No basta mirar, hay que hacer memoria. Lo más difícil de ver es el tiempo”, le dice Deborah a Blanca.
Cuando vi El cartógrafo sobre un escenario, fue tal el arrobo que sentí durante las dos horas aproximadas que puede durar el espectáculo que tuve la sensación de salir de la sala tras haber sufrido el embate de una ola poderosa o el deslumbramiento de una luz intensa y absorbente. En el papel hay muchos personajes; en el espectáculo también los hay, pero actores solo hay dos. Sensacionales.
Blanca Portillo da la sensación de ser el perfecto saco proteico en que debe convertirse una actriz para, tras vaciarse de sí misma, dejar entrar lo que su personaje propone. Y arrastra esa obsesión y esa desazón de Blanca (¿la otra o la misma?) como si de una pesada carga se tratara. Su dominio del cuerpo, su juego con la voz, su diapasón emocional… dejan huella en el espectador.
Por otra parte, casi diría que ni siquiera incomoda la típica voz disfónica de José Luis García-Pérez a la hora de traer y llevar con acierto tantos personajes de un lado a otro, por dentro y por fuera de los límites que se dibujan en el escenario.
Mayorga, director ya de sus últimas piezas, traza una puesta en escena que, como he sugerido más arriba, te atrapa y no te deja; si no en todo momento, casi. Después de ver su “mapa” en escena, tengo la sensación de que la experiencia ha dejado una huella indeleble en los dos actores. Como no serán los mismos Blanca y Raúl. Como creo que es difícil ser exactamente la misma persona después de haber leído El cartógrafo. De piedra habría que ser para ello… Y es que… ¡cuántas preguntas! Por eso este es un libro felizmente difícil, porque “hacer preguntas es mucho más difícil que medir y dibujar”. Pero eso no significa que este “mapa” sea neutral. No. “Si un  cartógrafo te dice que es neutral, desconfía de él. (…) Un mapa siempre toma partido”, le dice el Anciano a la Niña.

 “El mapa hace que exista Francia”. ¡Cuánto en tan poco…!

jueves, 27 de abril de 2017

LA PIEDRA OSCURA
TÍTULO: La piedra oscura
AUTOR: Alberto Conejero
EDITORIAL: Ediciones Antígona
SUBGÉNERO: Drama
AÑO DE PUBLICACIÓN: 2013

La piedra oscura debería haber sido uno de los títulos, si no lo fue, de Federico García Lorca. Alberto Conejero lo rescata literariamente en este drama suyo del mismo nombre.
Dos son aquí los personajes, más una voz poética, la de un Lorca evocado. Texto, por tanto, muy de hoy en día, muy para llevar a las tablas sin demasiado dispendio, que el 21% no ahoga (o igual sí) pero aprieta (desde ahora, el más liviano 10%). Además, los temas de la memoria histórica y de la homofobia están en la cresta de la ola y no parece mucho riesgo escribir sobre esto (los variados premios al texto y a la puesta en escena no parecen desmentir lo anterior).
Estamos en plena guerra civil española. El drama sitúa en la habitación de un hospital militar a Rafael, un teniente republicano herido, y a Sebastián, un joven soldado nacional que custodia al primero antes de que este sea fusilado al alba. Sobre los treinta años, el primero; cerca de los veinte, el segundo. El teniente trata de hablar con el soldado; el soldado es reticente a conversar con el teniente. Está incómodo, sabe el destino que le espera a su custodiado y le duele.
El diálogo no es un mero pasar el tiempo en esas horas de madrugada. En el meollo del conflicto, sabemos que el teniente quiere algo antes de morir. Rafael ha formado parte de “La barraca”, la célebre compañía de teatro cuyo adalid fue Lorca. Y ha mantenido una relación más que amistosa con Federico. La muerte de este no solo le ha causado el dolor natural sino también un cierto sentimiento de culpa, pues Rafael piensa que las circunstancias podrían haber sido otras y que ha tenido algo que ver en el hecho de que Lorca regresara a Granada, donde finalmente sería asesinado. Pero Rafael conserva todavía la esperanza de “rescatar” algo de Federico, de rescatar algo para la memoria. Ahí lo dejo, no avancemos más sobre el meollo de la trama.
El caso es que Rafael no es otro que Rafael Rodríguez Rapún, tan real como Lorca, tan real como “La barraca”. La piedra oscura es un drama (casi tragedia) sobre nuestra historia, sobre la memoria, sobre la homofobia.  Lo que no es histórico es la circunstancia en la que muere Rafael; lo del hospital militar, el fusilamiento, el encuentro durante sus últimas horas de vida con Sebastián… es inventado. Dramáticamente facilita la tensión dramática y estigmatiza al enemigo. Cuántas obras no se habrán escrito con un planteamiento similar: dos personas, frente a frente, en una suerte de pugilato dialéctico y emocional en torno a un conflicto definido. Es algo que agarra al lector y al espectador si la obra está bien escrita. La pieza de Conejero lo hace también. El progresivo y bien graduado roce entre Sebastián y Rafael, la tensión emocional, el conflicto principal que va dibujándose, poco a poco, hasta perfilarse nítido al final… conquistan la atención de lector. Y de vez en cuando flota el recuerdo, la evocación, la voz poética de un Lorca muerto, vivo en el recuerdo de Rafael, quien no quiere dar el último aliento sin “desenterrar” a Federico, sin sacarlo de la fosa común del olvido y de la injusticia.
Rafael: el bueno, lo blanco, el republicano. Sebastián: el malo, lo negro, el nacional. No. No es exactamente así. Escribe Ian Gibson en el prólogo a esta edición de Ediciones Antígona que “Conejero ha resistido cualquier tentación de caer en el maniqueísmo” porque “el chico [Sebastián] es una ingenua víctima más de las circunstancias de la contienda”. Pero no. Tampoco es exactamente así. Bien es cierto que un atisbo de cierta imparcialidad parece asomar cuando la “voz” de Lorca “escribe”: “Aquí las cosas van de mal en peor. Lo de Calvo Sotelo, ¡qué barbaridad! ¿Cómo pueden hacer esto? ¿Qué va a pasar? Estoy espantado, Rafaelillo”… Pero más allá de ese espejismo, Gibson no se percata, o finge no percatarse, de que sí hay maniqueísmo, pero mucho más inteligente y sutil que el obvio. Conejero convierte a Sebastián en víctima emocional de su propio bando, cuya maldad se agiganta por contraste con el sufrimiento interno de uno de los suyos. Pero la cosa no para ahí. Los nacionales no tienen presencia física en la obra (el atribulado Sebastián no deja de ser otra víctima), sino que se intuye permanentemente en la sombra, fuera, acechante, del otro lado de la puerta (aquí no es la “pena negra” pero sí tan fatal como ella), a la espera de la llegada del alba para ejecutar a Rafael. El bando nacional se agiganta así, poderoso y oscuro, con la sola evocación de su amenaza, de su presencia merodeante. Al igual que se agranda la figura invisible de Pepe “el Romano” en La casa de Bernarda Alba. Alumno aventajado, Alberto Conejero, del dramaturgo al que homenajea en esta pieza…
Así, pues, maniqueísmo; claro que sí. Maniqueísmo sutil pero previsible. Bien lo intuye Gibson, que tonto no es, solo juega al despiste. El irlandés sabe bien que la obra de Conejero está escrita al servicio de la memoria histórica: “A su manera la empresa de Conejero encaja dentro del movimiento por la recuperación de la memoria histórica”. Naturalmente, de ahí el maniqueísmo. Alguno pensará que objetividad y memoria histórica no solo no deben ser incompatibles sino que deberían ser compañeras inseparables. Claro. Pero olvidaos de eso. En España, olvidaos.

La piedra oscura es un interesante ejercicio de “exhumación” literaria que merece la pena leer. No sé si se está cumpliendo lo que escribe Gibson sobre que “muy pocos podrán mantener los ojos secos hasta el final”; no es tanto el grado de emotividad, por muy contenida y latente que se intuya (desconozco si los actores multiplican el dramatismo en la puesta en escena dirigida por Pablo Messiez). Y tampoco creo que sea ese el cometido principal de la pieza de Conejero; más bien pienso que La piedra oscura tiene un poso más intelectual que emotivo. Sea como sea, léalo el lector y juzgue.

domingo, 26 de febrero de 2017

PÁNCREAS
TÍTULO: Páncreas
AUTOR: Patxo Tellería
EDICIÓN: CDN
SUBGÉNERO: Tragicomedia
AÑO DE ESTRENO: 2015
AÑO DE PUBLICACIÓN: 2016

Páncreas es un divertimento muy divertido.
Acostumbrados estamos a buscarle tres pies al gato y trascendencia a todo. Un último sentido que dé sentido último a todo texto. Pues no. No os devanéis los sesos en demasía con la lectura de Páncreas. Simplemente disfrutad de una pieza entretenida, divertida, amena, ingeniosa… por mucho que la muerte cobre cuerpo en ella.
Patxo Tellería nos propone un juego dramático original por cuanto recupera el verso para hilvanar los diálogos de Javilo, César y Raúl. Los tres se han conocido en una terapia para personas con trastornos mentales. Javilo había caído en un pozo sin fondo tras ser abandonado por su novia; César era un tipo peligrosamente irascibe; y Raúl amaba tanto la vida que había decidido suicidarse a los 60 años antes de caer en la demencia hereditaria que su padre le había “legado”. Y entre ellos surge un conflicto: Javilo necesita un trasplante de páncreas y César propone que Raúl adelante su suicidio, no sin antes haber donado su preciada víscera a su amigo enfermo. No digo más de la trama, que tiene mucha miga y esconde sorpresas que no hay que desvelar.
Páncreas es obra más bien breve, que va al grano desde el inicio, sencilla y clara en su planteamiento y que mantiene el pulso argumental vivo de principio a fin merced a una historia concisa, a un verso rítmicamente ágil y a la soltura de unos diálogos rimados repletos de mucha gracia. Además, se deja ver muy bien sobre las tablas la puesta en escena dirigida Juan Carlos Rubio. Alfonso Lara, Fernando Cayo y José Pedro Carrión aportan, cada uno, una vis cómica diferenciada, como diferenciados están los perfiles de los tres personajes. Los tres se mueven en una atmósfera gótica bajo un código cómico y un tanto farsesco  que solo en fugaces ocasiones quizá les hace perder un punto de feedback y tempo en las réplicas gestuales, pero que va desatándose hasta lo bufonesco a medida que progresa la función y arrancando carcajadas a un público que puede disfrutar, incluso, de las dotes de canto de los actores. Y así, un Alfonso Lara (Javilo) atribulado por el secreto que esconde, un Fernando Cayo (César) en el que asoman fugaces ramalazos de divertido trastorno, y un José Pedro Carrión (Raúl) con prodigiosa voz de tormenta (y velo de paladar relajadillo y cómico…) atan a los espectadores a sus butacas con un medido y ameno movimiento escénico que aprovecha bien la vistosa y tétrica escenografía, bien arropada por el juego de luces y por la música, que crea un espléndido ambiente sonoro, especialmente al principio y al final de la pieza.
Y sí. La amistad puesta a prueba; lo que escondemos por egoísmo, por miedo o por rencor; el mirar cara a cara a la muerte cuando la parca llama a la puerta. Todo ello. Pero lo que de verdad importa aquí, no nos engañemos, es divertirse. Lo hace el lector y lo hace el espectador. El lector lo hace con la lectura de esta edición del Centro Dramático Nacional en su colección “Autores en el centro”, acompañada de fotografías del montaje, de didácticas informaciones del autor sobre la métrica utilizada y de varias erratas que un mejor control de calidad hubiera evitado… Y lo hace también el espectador viendo la puesta en escena de esta Tragicomedia de vida y muerte o cómo juega a veces la muerte (más comedia que otra cosa) producida (con poderío, a lo que parece) por el CDN y por Concha Busto.

Pues eso, un divertimento. No más. No menos.