viernes, 30 de diciembre de 2016

LA DESTRUCCIÓN DE NUMANCIA

TÍTULO: La destrucción de Numancia
AUTOR: Miguel de Cervantes Saavedra
SUBGÉNERO: Tragedia histórica
AÑO DE PUBLICACIÓN: 1585

Efemérides al rescate.
¡Quién le iba a decir al atribulado de Miguel de Cervantes que el cuarto centenario de su muerte iba a servir para rescatar no tanto al narrador (que no poco pero algo menos necesitado anda) como al dramaturgo! Al dramaturgo que quiso brillar y que hubo de rendirse al genio de Lope de Vega, con mejor olfato para los nuevos tiempos de la comedia que él mismo se encargaría de capitanear, no sin sufrir denuestos académicos. Efectivamente, 1616-2016. Quizá por ello La destrucción de Numancia haya resucitado en las tablas.
La tragedia sobre la heroica resistencia numantina ante el poder de Roma nos ofrece hoy una lectura sorprendentemente actual. Desgraciadamente actual. En la Numancia cervantina, un pueblo resiste convencido de que la libertad es el más grande de los tesoros. Por eso, asfixiado por el cerco de las tropas de Cipión (Escipión), decide y ejecuta su autodestrucción antes de entregarse a Roma.
Decildes que os engendraron
libres y libres nacisteis,
y que vuestras madres tristes
también libres os criaron.
(vv. 1346-1349)
Estas palabras (las citas son de la edición de La destruición de Numancia, Alfredo Hermenegildo, en Castalia) las profiere, a modo de ruego, una de las mujeres numantinas ante los hombres, decididos a enfrentarse con arrojo y derrota asegurada a los romanos, dejando así a las mujeres y a los niños a merced de los enemigos. Por eso las mujeres suplican a los hombres que no las abandonen y que las maten, así como a sus hijos, antes que dejarlas bajo el yugo romano.
Numancia se convierte, bajo la pluma de Cervantes, en insignia de la España que el escritor desea; una España unida, resistente al yugo extranjero y, por ende, amante de la libertad por encima de todas las cosas. El aprecio por la libertad, que en momentos le faltó a Cervantes, no lo olvidó nunca nuestro escritor, quien años más tarde, en la segunda parte del Quijote, haría decir a su hidalgo aquello tan conocido: “La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos”. No extraña, pues, que uno de los personajes alegóricos que aparecen en la Numancia sea “España”, que loa el valor numantino y su defensa de la libertad:
Numancia es la que agora sola ha sido
quien la luciente espada sacó fuera,
y a costa de su sangre ha mantenido
la amada libertad suya y primera.
            (vv. 385-388)
“España” escucha de otro personaje alegórico, “Duero”, el río Duero (“que con torcidas vueltas / humedeces gran parte de mi suelo”) la fatalidad que impregna ya el destino numantino:
El [fatal], miserable y triste día,
según el disponer de las estrellas,
se llega a Numancia, y cierto temo
que no hay remedio a su dolor extremo.
                    (vv. 445-448)
Los sacerdotes funcionan a modo de coro clásico, salvando las distancias, y tampoco atisban final feliz para Numancia:
Si acaso yo no soy mal adivino,
nunca con bien saldremos de esta impresa.
¡Ay, desdichado pueblo numantino!
                       (vv. 792-794)
Este personaje de Numancia expresa bien su resignación ante el destino:
En fin, dado han los cielos la sentencia
de nuestro fin amargo y miserable.
No nos quiere valer ya su clemencia.
           (vv. 897-899)
Efectivamente, y como bien nos cuenta la Historia hasta donde sabe, se cumplirá el “duro hado”. El hálito de la fatalidad que impregna toda la obra, acompañado de la heroica muerte de los numantinos, convierte la pieza cervantina en una tragedia en la que las fuerzas (y debilidades) que encarnan Roma y Numancia otorgan a los casi 2500 versos una tensión dramática (y en muchos casos dialéctica) que deja huella en el lector y en el espectador.
Pero la trágica derrota de Numancia no impedirá la grandeza española en el futuro (presente y pasado reciente para Cervantes):
Un consuelo le queda en este [est]ado,
que no podrán las sombras del olvido
escurecer el sol de sus hazañas,
en toda edad tenidas por extrañas.
            (vv. 461-464)

Y más adelante dice el mismo personaje:
¡Qué envidia, qué temor, España amada,
te tendrán mil naciones extranjeras,
en quien tú teñirás tu aguda espada
y tenderás triunfando tus banderas!
                (vv. 521-524)
Y es que La destrucción de Numancia es una tragedia patriótica. El amor del manco de Lepanto por su patria es patente en esta pieza, que muestra la resistencia Numantina como valor nacional. Y también muestra el dramaturgo su dolor por la falta de unidad de los españoles, que parece un mal endémico y sirve de entrada al agresor extranjero. Así lo dice por boca de “España”:
¿Será posible que de contino sea
esclava de naciones extranjeras
y que un pequeño tiempo yo no vea
de libertad tendidas mis bandera[s]?
Con justísimo título se emplea
en mí el rigor de tantas penas fieras,
pues mis famosos hijos y valientes
andan entre sí mismos[s] diferentes.
                (vv. 369-376)
¡Ay, esos dos últimos versos! Parece que no han pasado los años, ni los siglos…
No queda ninguna duda sobre la predilección cervantina por Numancia frente al invasor, claro está. Y, aunque no abusa de ello, Cervantes sí recurre en algunos momentos a concitar la lástima del espectador aludiendo al gusano del hambre que corroe al pueblo cercado, un hambre que describe así uno de los numantinos:
Esta [in]sufrible hambre macilenta
que tanto nos persigue y nos rodea (…).
                     (vv. 601-602)
Hay mucho orgullo en La destrucción de Numancia. Y es mucho lo que se juega Cipión en su empeño de dar la victoria a Roma. El general romano, buen orador, a modo de un “coach” moderno (perdón por palabra tan insufrible…), se hace con las riendas de las tropas y les da un giro, pues ha advertido que los soldados romanos han caído en la molicie y por ello no han sido capaces, durante años, de doblegar al pueblo numantino. Sabe bien que el peor enemigo de un ejército superior es él mismo y su falta de rigor:
(…) el vicio solo puede hacernos guerra
más que los enemigos de esta tierra.
                (vv. 47-48)
Aunque Yugurta le advierte atinadamente:
La fuerza del ejército se acorta
cuando va sin arrimo de justicia(…).
                (vv. 61-62)


Y Cipión, buen estratega, decide entonces cercar Numancia para asfixiarla en la inanición. Así se lamenta el personaje de España:
Mas, ¡ay!, que el enemigo la ha cercado
no sólo con las armas contrapuestas
al flaco muro suyo, mas ha obrado
con diligencia extraña y m[a]nos prestas
que un foso por la mar[gen] concertado
rodee a la ciudad por llano y cuestas.
Sólo la parte por do el rio se extiende
d’este ardid nunca visto se defiende.
                (vv. 401-408)
Pretende su capitulación sin derramar una sola gota de sangre:
¿Qué gloria puede haber más levantada,
en las cosas de guerra que aquí digo,
que, sin quitar de su lugar la espada,
vencer y sujetar al enemigo?
                (vv. 1129-1132)
Cipión es trágica figura también, pues aun siendo inteligente, disciplinado, recto y riguroso, termina humillado a causa de su mayor error: la soberbia. La superioridad romana hace que el caudillo invasor se confíe y no abra la mano a la clemencia. Los numantinos ofrecen dirimir la disputa en singular lucha: el mejor de los suyos frente al mejor de los romanos. El resultado de la pelea señalará vinculantemente al pueblo vencedor y al perdedor. Pero Cipión no acepta, seguro de que el cerco que ha establecido acabará por dar sus frutos. Es interesante ver que es el exceso de presión de Roma el que termina por desencadenar la tragedia. Pues los numantinos se ven ya sin esperanza ninguna y atenazados por el hambre.
¡Pérfidos, desleales, fementidos,
crueles, revoltosos y tiranos,
cobardes, indiciosos, malnacidos,
pertinaces, feroces y villanos,
adúlteros, infames, conocidos
por de industrios[a]s, mas cobardes manos!
                         (vv. 1209-1214)
La retahíla de adjetivos no precisamente laudatorios se la dedica a los romanos el numantino Caravino, cuya sangre hierve de rabia. También la numantina Lira ve con malos ojos a los enemigos:
Mirad que son los romanos
hambrientos y fieros lobos.
                                              (vv. 1376-1377)

Es de notar que no es la primera vez que Cervantes justifica la resistencia numantina como reacción casi obligada al mal trato de Roma. Ya hacia el inicio de la obra deja claro un numantino, que ejerce como embajador de Numancia ante Cipión, que si a lo largo de los años su pueblo no se ha avenido a pactar con Roma es por el mal trato que esta le ha dado:
Dice que nunca de la ley y fuero[s]
del Senado romano se apartara,
si el [in]sufrible mando y desafueros
de un cónsul y otro no le fatigara.
Ellos, con duros estatutos fieros
y con su extraña condición avara,
pusieron tan gran yugo a nuestros cuellos
que forzados salimos d’el y d’ellos.
           (vv. 241-248)
Queda claro, ¿no? A ver, si… nosotros no tenemos nada especial contra Roma, pero es que no nos dejáis otra salida… Esto es lo que viene a escuchar Cipión de uno de los dos embajadores que vienen a parlamentar en nombre de Numancia para buscar la paz con Roma. Eso sí, Cipión los escucha (Oír al enemigo es cosa cierta / que siempre aprovechó más que dañase), pero lo que es hacerles caso… como que no. Queda, pues, justificada la actitud obcecadamente resistente del pueblo celtíbero. Cervantes no es equidistante aquí; se posiciona.
Así pues, la desesperación, el hambre, el amor a la libertad y la nula compasión romana fuerzan la trágica salida numantina, que se resolverá en libre extinción para evitar una vida cautiva:
Han ordenado que no quede alguna
mujer, niño ni viejo con la vida,
pues, al fin, la cruel hambre importuna,
con más fiero rigor es su homicida.
              (vv.1 680-1683)

Los hombres matarán a mujeres y niños; seguidamente, se quitarán la vida. No hacen sino cumplir la profecía de un muerto:
El amigo cuchillo el homicida
de Numancia será, y será su vida.
           (vv. 1079-1080)
Sí, el chuchillo propio quitará la vida a los numantinos, la temporal, pero salvará la que perdura en la memoria, la de la fama; salvará su honra. Hasta tal punto es así que el honor de Cipión será el que se vea dañado, pues no podrá llevar ni un solo cautivo a Roma como muestra de su victoria militar.
Con uno solo que quedase vivo,
no se me negaría el triunfo en Roma (…).
                        (vv. 2244-2245)
El último numantino en morir es un joven que desdeña todas las promesas de Cipión para que el chico se entregue vivo; pero este se arroja desde la muralla numantina y con él cae la última esperanza de victoria de Cipión:
Con tal vida y virtud heroica extraña,
queda muerto y perdido mi derecho.
Tú con esta caída levantaste
tu fama y mis vitorias derribaste.
           (vv. 2405-2408)
Aparente y trágica paradoja que Cervantes se encarga de reflejar tan bien formalmente en estos versos. La “Fama”, por cierto, es el personaje alegórico que cierra la tragedia cervantina. No será casualidad.
En fin, la derrota de Cipión es tal que no tiene ya enemigos a los que someter, porque…
Numancia está en un lago convertida
de roja sangre, y de mil cuerpos llena,
de quien fue su rigor propio homicida.
           (vv. 2276-2278)
Unidad y resistencia para conservar la libertad. Amor patrio. Sacrificio humano para hacer frente al cautiverio. Derrota del cuerpo; conquista de la fama. Esta resistencia heroica y unida de un pueblo que simboliza para Cervantes su amada España debería hacernos reflexionar sobre nuestro pasado y nuestro presente. Si el de Alcalá (o de donde fuera…) reviviese hoy y reescribiese su tragedia, adaptándola a los tiempos, quizá tendría que cantar, por boca de sus personajes alegóricos, la grandeza pasada de España por contraste con la miseria moral de hoy. El germen de la grandeza imperial española lo siembra Numancia con su heroica resistencia. ¿Dónde está ahora la heroicidad que pueda vaticinar un futuro grandioso? ¿Dónde la resistencia? ¿Qué fue de aquel remar todos a una? Cierto es que el vicio español de lo fratricida también lo señala Cervantes (como indicaba arriba) en esta tragedia. Será que la Historia se repite.
En todo caso, es de agradecer que el recuerdo de la muerte de Cervantes haya servido para subir su tragedia numantina a las tablas y reinterpretarla en tiempos actuales. Dos han sido los montajes que se han hecho oír últimamente, y parece que muy diferentes ambos.
El primero, bajo la dirección de Paco Carrillo, pude verlo no hace mucho tiempo en el teatro romano de Mérida, dentro de su festival, en la edición de 2015. Desde luego, es un montaje que no cae en el olvido. Todos los elementos escénicos, además de la interpretación de los actores, arrastran a los espectadores hacia su naturaleza emocional. Porque lo que hace es, principalmente, mover a la compasión, agitar el alma ante el callejón sin salida al que Roma aboca a los numantinos. Las pasiones de los personajes están a flor de piel y tanto la música como la iluminación como la propia puesta en escena empujan en la misma dirección, creando un espectáculo pasional y  brillante estéticamente.
Quien haya visto el montaje pensará que no todo es emoción aquí, que también se trabaja la reflexión, las miradas hacia el pasado y el presente. Creo que esto merece un comentario. Decía más arriba que La destrucción de Numancia (El cerco de Numancia) es una tragedia desgraciadamente actual. No solo cabe la posibilidad de traer el pasado para arrojar luz sobre el presente, sino que hay elementos presentes que hacen eso muy pertinente. Por ahí parece ir este montaje. ¿Por qué? Por la sencilla razón de que Paco Carrillo juega con lo audiovisual para proyectar una sucesión de imágenes de personajes políticos actuales. ¿Quiénes? Por ejemplo, Angela Merkel. Claro, no podía faltar. Partiendo de una obra que denuncia un intento de rapto de soberanía, qué mejor relación con el presente que mostrar la imagen de la Merkel, lideresa de un país que rige los destinos de los socios europeos dejando la soberanía de cada uno de ellos (España incluida) hecha unos zorros. Vamos, toda una conquista, aunque en este caso sea política y financiera. Y también aparece, por ejemplo, la malograda Rita Barberá, icono progre de la corrupción máxima y de la maldad personificada. Claro, en España esto mueve al aplauso fácil y acalorado de las masas. Lo que quizá esas masas no tengan muy en cuenta es que la malvada Alemania debe de ser, si no me equivoco, el país que más refugiados está acogiendo. Y casi todos proceden de un país atacado  y parcialmente invadido por un ejército terrorista. ¡Cielos, cómo es posible! ¡El presente poniéndonos en bandeja una muestra real y actualísima de acoso y derribo físico a una población! ¡¡¡Bárbaro ejemplo para darle cabida en el montaje!!! Oye, pues no. Paco Carrillo debía de andar despistadísimo; de terrorismo islamista nada de nada. Y lo que son las circunstancias… Justo al día siguiente, al hacer parada y fonda en una estación de servicio mientras regresaba a casa, se me abre la boca del asombro al contemplar en las noticias una imagen. Es un teatro romano; no, no es una noticia sobre Mérida y El cerco de Numancia. Es el teatro de Palmira. Sobre la escena, varios prisioneros a punto de ser degollados por terroristas del Estado Islámico. Y en las gradas, público contemplando el “espectáculo”. Lo de Mérida había sido la representación de una pieza literaria que refería un hecho histórico; ¡lo de Palmira era la estremecedora realidad en pleno siglo XXI! Pero claro, la izquierda española no puede dar siquiera una colleja moral al terrorismo islamista. Es mucho más fácil y menos arriesgado hacer una mixtura de imágenes sin armazón crítica. Lo malo es que a veces no se sabe si lo que se ve es un montaje teatral o un montaje de La Sexta. Por cierto, en el verano de 2015 Rita Barberá aún vivía y no estaba imputada (investigada) por ningún caso; pero da igual, ¡anda que vamos a perder el tiempo en presunciones de inocencia…! En fin, luego el llamado mundo de la cultura se extraña de que, utilizando la crisis como perfecta excusa, el PP casi le triplique el I.V.A. de golpe y porrazo, y de que lleve años haciéndose el remolón a la hora de bajárselo.
El otro montaje al que me refería es el que dirigió recientemente Juan Carlos Pérez de la Fuente con el sobrio título de Numancia y sobre una versión de Luis Alberto de Cuenca y Alicia Mariño. Aunque este no he tenido ocasión de verlo, cuentan las crónicas que el planteamiento es radicalmente diferente al de Paco Carrillo por cuanto toca más la fibra racional que la emocional. A través de un cierto distanciamiento dibujado por la puesta en escena, parece que su intención es la de provocar una lúcida reflexión, dar oxígeno al pensamiento más que a la emoción. Sería este un planteamiento valiente al ir contra la corriente actual, más dada a conmover el corazón y anestesiar el pensamiento lúcido.

En fin, dos visiones diferentes sobre este clásico cervantino; dos formas de leer a nuestro autor más universal; una más romántica, otra más ilustrada. Esto siempre es de agradecer. Efemérides, decía al principio. A veces tienen sus consecuencias positivas;  en este caso, la de desempolvar una tragedia un tanto olvidada, en la que se perciben unos modos más próximos a lo grecolatino que a lo contemporáneo del propio Cervantes; con un cierto estatismo que tan bien supo romper Lope de Vega con ese dinamismo antiacadémico que lo encumbraría como el gran renovador del teatro clásico español, para envidia o admiración del propio Cervantes; pero una obra, en definitiva, en cuya sobriedad se adivinan una hondura y unos perfiles históricos e ideológicos que deberían remover el corazón y la cabeza del lector contemporáneo de teatro, si es que alguno queda.

martes, 29 de noviembre de 2016

HARRY POTTER Y EL LEGADO MALDITO

TÍTULO: Harry Potter y el legado maldito
AUTORES: Jack Thorne, J. K. Rowling y John Tiffany
EDITORIAL: Salamandra
SUBGÉNERO: Drama juvenil
AÑO DE ESTRENO: 2016
AÑO DE PUBLICACIÓN: 2016

¡Voldemort!
¡Hala, ya está dicho! El-Que-No-Debe-Ser-Nombrado ya ha sido nombrado. Tanto da. Al fin y al cabo, en la octava entrega jarriportiana se nombra a Voldemort sin más problema. Quizá porque el más malo de la saga ya está muerto y no aparece por las páginas del libro. Bueno, no aparece… o sí. Esto habría que matizarlo, aunque que no será aquí donde lo haga para no destripar la obra a los lectores que aún no hayan caído en la tentación.
Harry Potter y el legado maldito viene a completar la famosa serie del niño mago. Y lo hace con dos sorpresas. Una de ellas es que el niño ya no es tan niño sino que tiene 40 “tacos” (han pasado 19 desde lo que parecía el final de la historia de Potter). La otra es que, a diferencia de los siete libros anteriores, este no es una novela: ¡es una obra de teatro! ¡Oh, milagro, el best-seller aliándose con el teatro escrito! Para una vez que esto pasa, tenía que traer la pieza hasta aquí, claro. Todo sea por que los adolescentes lean algo de teatro (lo digo como si los adultos leyesen mucho…).
En efecto, esta pieza teatral permite volver a ver a los inseparables amigos ideados por Rowling. Harry trabaja ahora en el Ministerio de Magia, cuya ministra es nada menos que Hermione. Ron y Hermione son un feliz matrimonio; Harry y Ginny también están casados, y tienen un hijo: Albus Severus Potter. Sí, el nombre homenajea al gran mago Albus Dumbledore, quien fuera director del colegio de Hogwarts hasta su muerte, y a Severus Snape, malo malísimo de la saga hasta casi el final, cuando se descubre la verdad sobre el temido profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras. Ah, por cierto, los tres chicos, ya adultos, se llevan razonablemente bien con Draco Malfoy, que también tiene un hijo, Scorpius.
En realidad, los que viven ahora las más intensas aventuras son los jóvenes Albus y Scorpius, grandes amigos (aunque los personajes clásicos tendrán también sus momentos; sobre todo Harry, cómo no). El hijo de Potter y el hijo de Malfoy serán quienes la líen parda y quienes tengan que hacer frente a los terribles peligros surgidos del uso de un giratiempo, que permite viajar al pasado y modificarlo. Huelga decir que eso puede traer al presente consecuencias impredecibles. En realidad, tras la muerte de Voldemort no debería haber ningún giratiempo, pues el Ministerio de Magia tendría que haberse encargado de destruirlos todos para evitar una futura catástrofe, pero la ministra, Hermione Granger, ha ocultado uno (con buenas intenciones, eso sí). A partir de ahí surge el conflicto y hasta ahí puedo escribir...
Lo cierto es que esta obra de teatro contiene un sinfín de aventuras, giros, efectos… que seguramente solo podrían llevarse a buen término sobre las tablas de algún teatro londinense  y con mucho dinero detrás para responder a las exigencias técnicas que se suponen y al ejército de trabajadores que laboran en la superproducción (en torno a 140, que no está nada mal...).  No obstante, he de decir que la pieza teatral tardó bastante en captar con fuerza mi atención, y que durante muchas páginas me pregunté qué necesidad había de resucitar a Harry Potter. Pero, en honor a la verdad, la trama gana en intensidad e interés especialmente en la segunda mitad de la obra, y termina por ser una lectura entretenida e interesante seguramente para los seguidores de Harry Potter.
En todo caso, las preguntas flotan en el aire: ¿por qué ahora Harry Potter, diecinueve años después?; y ¿por qué teatro? ¿Podría haber sido la octava entrega de la saga otra novela? Sí, sin ningún problema. ¿Ganaría poderío la obra si fuera una novela, como las otras? Sin duda. Entonces, ¿por qué teatro? Pues muy sencillo, la respuesta es una palabra muy conocida: negocio. El estreno de la pieza en Londres y las sucesivas funciones habrán movido y estarán moviendo ingentes cantidades de dinero. Los fieles de J. K. Rowling han ido formando legión a lo largo de los años. Son jóvenes. Habitualmente no van al teatro, pero a Harry se le sigue hasta donde sea… Y si, además, lo que se ofrece a jóvenes y adolescentes es un espectáculo lleno, imagino, de la espectacularidad que proyecta el texto, seguramente el éxito estará asegurado. Eso sí, competir con la saga cinematográfica quizá no esté exento de un cierto riesgo.
Por otra parte, el hecho de que la octava entrega sea diferente de las otras siete, con nuevos personajes (y los conocidos, ya creciditos) podría justificar esa vuelta sorpresiva a la serie a través de otro género.
En todo caso, repito que ni lo veo necesario ni percibo que el resultado sea más atractivo para los lectores de Rowling de lo que hubiera sido una novela. De hecho, aun siendo esta una obra teatral, más bien parece una novela a la que se hubiera “adelgazado” retirándole la narración y dejando, mondos y lirondos los diálogos (apenas trufados de algunas acotaciones más o menos necesarias y con algún punto, eso sí, de fino humor). Pues eso, negocio. Legítimo; nadie dice lo contrario.
Lo más interesante de Harry Potter y el legado maldito es su historia, la inventiva de sus autores. Porque por lo que respecta a los diálogos hay que decir que no son precisamente el culmen de la brillantez ni de la convicción.
Pero, además del entretenido trajín de la historia, quizá más interesante todavía sea alguna que otra reflexión que la pieza puede suscitar. Sí, hay momentos de cierto didactismo obvio, abierto, de una obra que pretende adoctrinar a los jóvenes lectores y espectadores en las bondades del ser humano (aunque J. K. Rowling no parece en general muy dada al didactismo abierto en las obras literarias). Pero también puede el lector reflexionar sobre algún aspecto interesante. Me refiero a los viajes hacia el tiempo pasado que tienen lugar a lo largo de la trama, y las consecuencias que ello desencadena. De alguna manera, todo provoca una cierta inquietud que enlaza con peliagudos aspectos que viene planteando en los últimos años la física cuántica: ¿viajes al pasado, universos paralelos…? En Harry Potter y el legado maldito tenemos la sensación de que no podemos/debemos cambiar el presente desde el pasado, pero que sí podemos cambiar el presente desde el presente (y aprendiendo del pasado). Obvio, diréis. Sí. No explico más. Leed la obra y entenderéis a qué me refiero.
Por cierto, quizá más de uno haya pensado, cuando hacía referencia a la edad de Harry, que el mago habría entrado en la tan cacareada crisis de los cuarenta. Y no. Harry sí está en crisis. Pero su zozobra no tiene que ver con su edad sino con su condición de padre con respecto a su hijo, Albus (al que le pesa demasiado ser hijo de quien es). A Draco Malfoy le pasa algo parecido con respecto al suyo, Scorpius (a quien también le pesa más de la cuenta llevar el apellido Malfoy). Y, aunque parezca mentira, esto es lo que desencadena la vorágine de aventuras y misterio que nutre la obra.
Y es que Harry Potter y el legado maldito habla de amor, no de magia. ¿O quizá son lo mismo? 

jueves, 27 de octubre de 2016

LA CUMBRE
TÍTULO: La cumbre
AUTOR: Fernando Sansegundo
EDITORIAL: Ediciones Antígona
SUBGÉNERO: Drama
AÑO DE ESTRENO: 2014
AÑO DE PUBLICACIÓN: 2015

Fernando Sansegundo es actor. Seguramente eso se nota; esto es, que detrás del papel hay alguien que escribe a la par que imagina interpretar. Y es que La cumbre es un drama para dos buenas actrices. De hecho es un “tour de force” entre dos personajes que ocupan altísima responsabilidad financiera pero que se encuentran en niveles de poder coyuntural muy diferentes.
María Fernández Estuardo e Isabel Sánchez Tudor. Dos mujeres enfrentadas en la cumbre del poder. María es la cabeza visible de Kilt Corporation España. Isabel es la mandamás de Albión S.A. (¡ah, la pérfida Albión…!). La pérfida Isabel ha conseguido que María sea internada en un psiquiátrico y sometida a estricta vigilancia, pero María todavía mueve hilos hábilmente desde su encierro y maquina en contra de Isabel, que quiere doblegar a la primera a sus intereses. En la disputa dialéctica, conocemos a ambas; sus obsesiones, su pasado, sus ambiciones…
Pero ¿cómo? ¿Tudor? ¿Estuardo? ¡Cuánto me suenan estos nombres, caramba…! Ese el problema. ¿Que suenen? Sí. No. Bueno, sí y no. Me explico. A nadie se le escapará que no hay coincidencia sino intención histórica en los nombres. Ambos personajes son un eco de otros dos históricos del siglo XVI: María Estuardo e Isabel Tudor. La primera es María I, reina de Escocia; la segunda es Isabel I, reina de Inglaterra. Católica la primera; protestante la segunda. Reina de Inglaterra la segunda; heredera al trono inglés la primera (además de reina escocesa). Eso sí, no hay que confundir a María Estuardo (reina de Escocia) con María Tudor (reina de Inglaterra y predecesora de Isabel en el trono inglés). ¿Un lío? Quizá. El problema es que estos personajes, extrapolados a la España del siglo XXI y al  mundo de la alta empresa, evocan a otros personajes cuyas vicisitudes históricas quizá no son muy conocidos por el gran público. Y el hecho de traer a María y a Isabel a nuestra época y al mundo financiero es un intento de evocar la enemistad de aquellas reinas como reflejo del enfrentamiento de dos mujeres en las cumbres del poder (antes político, ahora financiero). ¿Qué pretende Fernando Sansegundo? ¿Hablar del pasado o hablar del presente? ¿Hablar de dos figuras históricas o hablar de la mujer actual sometida a la presión del poder? Lo segundo y lo segundo es lo que intenta Sansegundo (lo siento, no podía resistirme…).
Hay que aclarar que La cumbre es un juego de imaginación. Fernando Sansegundo hace algo parecido a lo que décadas atrás ya había hecho el dramaturgo francés Jean-Claude Brisville al imaginar en su obra Encuentro de Descartes y Pascal joven la larga entrevista que los dos pensadores tuvieron en 1647; y al imaginar, en La cena, el diálogo mantenido en 1815 entre Tayllerand y Fouché. Ambas piezas, por cierto, fueron llevadas a escena magistralmente en España por Flotats, quien también interpretó con brillantez a Descartes y a Talleyrand en sendos montajes. Pues bien, Fernando Sansegundo hace algo parecido. Parecido; no igual. Porque esos encuentros que aquí se dramatizan nunca existieron. El dramaturgo juega a imaginar cómo habrían sido esas entrevistas envenenadas de haberse producido.
¿Cuál es el problema? (a vueltas con la pregunta…). Que en La cumbre la trama del argumento no necesita para nada las evocaciones del pasado. Y que la trama del presente no supone una lección ni una interpretación histórica sino apenas un cierto juego ucrónico y un guiño para los amantes de la Historia; para el común de los lectores o espectadores, lo único que seguramente sonará serán los nombres Tudor y Estuardo. Por tanto, esa referencia a la Historia parece más bien traída por los pelos y apenas con el dudoso resultado de dotar a la pieza de una prestigiosa pátina histórica, de un alcance que no llega a tener, de una profundidad engañosa, porque la conexión pasado-presente parece poco justificada. Quizá tenga, eso sí, el poder de recordarnos que el presente y el pasado se parecen más de lo que debieran; o, como titularían los componentes de Ron Lalá uno de sus espléndidos montajes, Siglo de Oro, siglo de ahora. Pero sostener, como sostiene Javier de Dios en el interesante prólogo de esta edición, que La cumbre es teatro histórico quizá sea sostener demasiado. Es más, la conexión histórica se le hace al lector más visible con nuestra Historia presente que con la pasada; cualquiera notará que varias de las líneas que aquí están negro sobre blanco no se hubieran escrito (o no se hubieran escrito igual) sin la reciente y ¿actual? crisis económica (y seguramente más que económica).
Dicho lo cual, es un acierto el dibujo de los dos personajes, por cuanto sostienen sobre el papel (y ojalá sobre las tablas) dos perfiles dramáticamente diferentes, que proporcionan al lector (y ojalá al espectador) un contraste que no por esperado y teatralmente obligado es sencillo de lograr. Isabel (Sánchez Tudor) tiene la sartén por el mango; María (Fernández Estuardo) es una marioneta cuya voluntad se resiste a ser doblegada, un muñeco roto azotado por los zarpazos de Isabel. Lo más subyugante de este drama es ese tira y afloja de Isabel y María, esa partida de ajedrez psicológico, ese combate sobre la lona del psiquiátrico. Lo más brillante es ese diálogo preciso, medido y sopesado que mantiene al lector subido a la cumbre de este duelo a la sombra.
Y, desde luego, la tensión (la curva melódica del nervio teatral) entre ambos personajes perfila subidas y bajadas de intensidad pero domina un “crescendo” general que desemboca en un final que no desvelaré. ¿Cuál es el problema? ¡Pero ¿otro problema?! Sí. Ese problema es que a La cumbre le sobra parte del segundo encuentro de los cuatro que mantienen las dos mujeres. ¿Por qué sobra? Porque es una pose. En ese ir y venir por la vida y la relación entre María e Isabel, ambas llegan al momento tópico topicazo de exaltación de la amistad que no hay entre ellas. Y entre cóctel y cóctel adoptan la pose de: “¡Oh, sí, querida…! ¿Te acuerdas de cuando… bla, bla, bla?”. Y entre una copa que va y otra que viene (las típicas copas de los manicomios…), apenas avanza sólidamente la trama, cuyo relato se complica de modo un tanto grotesco por mantener múltiples paralelismos de Isabel y María con las vidas de los personaje históricos, y alcanza el dudoso mérito romper el interés que tan esforzadamente había logrado hasta el momento y que, por fortuna, retoma en páginas posteriores.
Aun así, con esos dos baldones que he señalado, yo salvaría sin duda La cumbre, por lo que supone de tensionado y casi siempre entretenido pugilato dialéctico y emotivo entre Isabel y María. Hay mucha tensión emocional, no solo dialéctica. Hay poder entre ambas, pero también humanidad. Y resulta emocionante ver cómo la poderosa Isabel tensa la rienda cuando quiere o cuanto María la desespera, y cómo la afloja cuando lo cree conveniente, estratégico o simplemente humano. Y resulta emotivo ver el derrumbe psicológico de María, que en cierto modo es un derrumbe engañoso (“en mi fin está mi principio”, dirá); hasta el punto de que cuando más débil está más fuerte parece. En ese sentido, La cumbre recuerda ligeramente, y salvando las distancias, a Pedro y el Capitán, la sublime obra de Benedetti en la que el torturado Pedro se agiganta moralmente ante el Capitán, que mengua paulatinamente a pesar de su poder represor.
Así pues, claro que salvaría La cumbre, porque es una de esas obras ante cuya lectura muchas actrices pensarán: “Me gustaría interpretar a… ¿María?, ¿Isabel?”. A mí, sin ir más lejos, me encantaría interpretar a una de ellas (no os diré cuál). El problema es que no soy actriz. Sí lo son, en cambio, Noelia Benítez y Pepa Gracia, que estrenaron esta pieza un año antes de su publicación dirigidas por el propio autor. Me hubiera gustado ver a estas dos almas sobre las tablas. A falta de eso, nos queda la lectura de este no perfecto pero sí atractivo e interesante drama: La cumbre. Las conversaciones secretas de María Fernández Estuardo e Isabel Sánchez Tudor

viernes, 7 de octubre de 2016

REIKIAVIK
TÍTULO: Reikiavik
AUTOR: Juan Mayorga
EDITORIAL: La uÑa RoTa
SUBGÉNERO: Drama histórico
AÑO DE ESTRENO: 2015
AÑO DE PUBLICACIÓN: 2015

Reikiavik es una batalla de fuego cruzado, sobre las tablas y sobre el tablero.
Aunque bien pudiera considerarse esta obra como ejemplo de drama histórico, no solo historia hay en ella, también ese tamiz filosófico con que cerca Mayorga sus obras. Esta pieza es más bien un viaje alucinado en el que se cruzan ajedrez, Guerra Fría, obsesiones, miedos, talentos, identidades… Waterloo y Bailén son batallas que evocan derrotas, derrotas napoleónicas (esa grandeza caída), por eso Waterloo y Bailén son dos hombres que juegan a ser otros dos hombres: Bobby Fischer y Boris Spasski, seguramente dos perdedores también, cada uno a su manera. Fischer es un mito de la historia del ajedrez, el héroe americano (quizá a su pesar) que derribó la supremacía soviética sobre los tableros; pero también fue durante años un enigma que se resolvió en miseria con el paso de los años (“Me das lástima, Robert Fischer, eres el hombre más solo del mundo”, le dice Spasski al estadounidense). Spasski es otro gran campeón, que dejó de serlo para su pueblo y, sobre todo, para su gobierno, que lo repudió después de la humillación a la que el advenedizo americano sometió al gigante comunista. Ambos se convirtieron en “refugiados” interiores. El terremoto más grande de la historia ajedrecística tuvo su epicentro en la capital islandesa, pero desde Whashington y Moscú también se jugaba. A otra cosa.
Juan Mayorga transmite en sus obras, natural o intencionadamente, compasión por los seres humanos. En esta obra, estrenada y dirigida por él mismo en Avilés, y con un largo recorrido por diferentes teatros a estas alturas, el lector (y el espectador) han de sentir, seguro, compasión por dos hombres que juegan un papel histórico como si estuviesen movidos por fuerzas que no alcanzan a controlar. Algo de fatal destino tiene el lamento dramático de Reikiavik sin que por ello busque el grito de la tragedia.
Waterloo y Bailén son en realidad dos hombres que todos los días se encuentran en un parque para medirse con piezas blancas y negras. Es un encuentro repetitivo pero a la vez con variantes. Ambos hombres juegan a encarnar a Fischer y a Spasski, e intercambian esos roles cada día. En Reikiavik asistimos a uno de esos encuentros. Es casi un bucle del que Waterloo (hoy Fischer) y Bailén (hoy Spasski) esperan, quizá, salir algún día, y resolver así su partida eterna. Pero para eso necesitan ceder el testigo, necesitan algún relevista, algún heredero. Y ahí es donde aparece el “Muchacho”, un adolescente que casualmente, camino de clase, camino de un examen crucial, pasa por ese parque, por ese campo de batalla figurado, se cruza con la escena y se detiene. Y queda absorbido por ella.
Reikiavik es un juego, como el ajedrez, como el teatro, como la política en manos de quienes la conducen. Por eso es tan hermoso ese espectáculo de los dos actores jugando a ser dos personajes que juegan a ser otros dos personajes. Y en ese proceso habrá que imaginar al conmovedor César Sarachu tratando de entender a Waterloo, y al Waterloo que trata de entender a Fischer; y habrá que imaginar al brillante Daniel Albadalejo encarnar con deslumbrante técnica a Bailén, y al Bailén que trata de encarnar a Spasski. Y habrá que imaginarlos, al compás de su director de escena, reescribiendo la obra, como nos sugiere el propio Mayorga en esta edición. Es una búsqueda, un tratar de entender y de entenderse, una suerte de amor-odio (“Me da placer jugar con él, también me duele”, dice Bailén-Spasski de Waterloo-Fischer). Poe pensaría que Waterloo y Bailén parecen dos pero apenas son uno; una sola identidad, pero una identidad escindida, como piensa Fernando Broncano en el profundo comentario que acompaña al texto de Mayorga en esta edición de La uÑa RoTa. Es una búsqueda, sí; necesaria. Y ¿si ambos actores intercambiasen papeles? Cambiar de máscara. Introducir una variante en el tablero, en las tablas, como hacen todos los días (“Cambias de orden dos palabras y cambia todo, un gesto lo cambia todo”). Ayer, ayer lo hicieron, pero… ¿hoy? Seguramente también.

Alrededor de Sarachu y Albadalejo, el “Muchacho” se mueve, observa, se pregunta… y lo hace también por nosotros. Por eso nos enganchamos a su mirada. Elena Rayos es quien interpreta al “Muchacho” con la dificultad de encarnar a alguien más joven (adolescente), de otro sexo (si es que aquí importa algo el sexo) y con mucho menos peso y presencia que los otros dos. Es un personaje menos lucido, menos agradecido, pero no por ello menos importante para el sentido de esta pieza; de hecho, es fundamental. Los tres, Sarachu, Albadalejo y Rayos, como tres bailarines virtuosos bajo la batuta de Mayorga, giran sobre el escenario como un torbellino de ideas y de emociones, y giran ahora, siguen haciéndolo, por los teatros de España (andan ahora por el Valle-Inclán), para deleite de un público que, a poco que sea sensible, saldrá del teatro con la mirada puesta en algún lugar lejano. Y el lector de este drama cerrará el libro. Y, levantará, quizá, la vista y la llevará también… ¿quién sabe adónde?