jueves, 27 de octubre de 2016

LA CUMBRE
TÍTULO: La cumbre
AUTOR: Fernando Sansegundo
EDITORIAL: Ediciones Antígona
SUBGÉNERO: Drama
AÑO DE ESTRENO: 2014
AÑO DE PUBLICACIÓN: 2015

Fernando Sansegundo es actor. Seguramente eso se nota; esto es, que detrás del papel hay alguien que escribe a la par que imagina interpretar. Y es que La cumbre es un drama para dos buenas actrices. De hecho es un “tour de force” entre dos personajes que ocupan altísima responsabilidad financiera pero que se encuentran en niveles de poder coyuntural muy diferentes.
María Fernández Estuardo e Isabel Sánchez Tudor. Dos mujeres enfrentadas en la cumbre del poder. María es la cabeza visible de Kilt Corporation España. Isabel es la mandamás de Albión S.A. (¡ah, la pérfida Albión…!). La pérfida Isabel ha conseguido que María sea internada en un psiquiátrico y sometida a estricta vigilancia, pero María todavía mueve hilos hábilmente desde su encierro y maquina en contra de Isabel, que quiere doblegar a la primera a sus intereses. En la disputa dialéctica, conocemos a ambas; sus obsesiones, su pasado, sus ambiciones…
Pero ¿cómo? ¿Tudor? ¿Estuardo? ¡Cuánto me suenan estos nombres, caramba…! Ese el problema. ¿Que suenen? Sí. No. Bueno, sí y no. Me explico. A nadie se le escapará que no hay coincidencia sino intención histórica en los nombres. Ambos personajes son un eco de otros dos históricos del siglo XVI: María Estuardo e Isabel Tudor. La primera es María I, reina de Escocia; la segunda es Isabel I, reina de Inglaterra. Católica la primera; protestante la segunda. Reina de Inglaterra la segunda; heredera al trono inglés la primera (además de reina escocesa). Eso sí, no hay que confundir a María Estuardo (reina de Escocia) con María Tudor (reina de Inglaterra y predecesora de Isabel en el trono inglés). ¿Un lío? Quizá. El problema es que estos personajes, extrapolados a la España del siglo XXI y al  mundo de la alta empresa, evocan a otros personajes cuyas vicisitudes históricas quizá no son muy conocidos por el gran público. Y el hecho de traer a María y a Isabel a nuestra época y al mundo financiero es un intento de evocar la enemistad de aquellas reinas como reflejo del enfrentamiento de dos mujeres en las cumbres del poder (antes político, ahora financiero). ¿Qué pretende Fernando Sansegundo? ¿Hablar del pasado o hablar del presente? ¿Hablar de dos figuras históricas o hablar de la mujer actual sometida a la presión del poder? Lo segundo y lo segundo es lo que intenta Sansegundo (lo siento, no podía resistirme…).
Hay que aclarar que La cumbre es un juego de imaginación. Fernando Sansegundo hace algo parecido a lo que décadas atrás ya había hecho el dramaturgo francés Jean-Claude Brisville al imaginar en su obra Encuentro de Descartes y Pascal joven la larga entrevista que los dos pensadores tuvieron en 1647; y al imaginar, en La cena, el diálogo mantenido en 1815 entre Tayllerand y Fouché. Ambas piezas, por cierto, fueron llevadas a escena magistralmente en España por Flotats, quien también interpretó con brillantez a Descartes y a Talleyrand en sendos montajes. Pues bien, Fernando Sansegundo hace algo parecido. Parecido; no igual. Porque esos encuentros que aquí se dramatizan nunca existieron. El dramaturgo juega a imaginar cómo habrían sido esas entrevistas envenenadas de haberse producido.
¿Cuál es el problema? (a vueltas con la pregunta…). Que en La cumbre la trama del argumento no necesita para nada las evocaciones del pasado. Y que la trama del presente no supone una lección ni una interpretación histórica sino apenas un cierto juego ucrónico y un guiño para los amantes de la Historia; para el común de los lectores o espectadores, lo único que seguramente sonará serán los nombres Tudor y Estuardo. Por tanto, esa referencia a la Historia parece más bien traída por los pelos y apenas con el dudoso resultado de dotar a la pieza de una prestigiosa pátina histórica, de un alcance que no llega a tener, de una profundidad engañosa, porque la conexión pasado-presente parece poco justificada. Quizá tenga, eso sí, el poder de recordarnos que el presente y el pasado se parecen más de lo que debieran; o, como titularían los componentes de Ron Lalá uno de sus espléndidos montajes, Siglo de Oro, siglo de ahora. Pero sostener, como sostiene Javier de Dios en el interesante prólogo de esta edición, que La cumbre es teatro histórico quizá sea sostener demasiado. Es más, la conexión histórica se le hace al lector más visible con nuestra Historia presente que con la pasada; cualquiera notará que varias de las líneas que aquí están negro sobre blanco no se hubieran escrito (o no se hubieran escrito igual) sin la reciente y ¿actual? crisis económica (y seguramente más que económica).
Dicho lo cual, es un acierto el dibujo de los dos personajes, por cuanto sostienen sobre el papel (y ojalá sobre las tablas) dos perfiles dramáticamente diferentes, que proporcionan al lector (y ojalá al espectador) un contraste que no por esperado y teatralmente obligado es sencillo de lograr. Isabel (Sánchez Tudor) tiene la sartén por el mango; María (Fernández Estuardo) es una marioneta cuya voluntad se resiste a ser doblegada, un muñeco roto azotado por los zarpazos de Isabel. Lo más subyugante de este drama es ese tira y afloja de Isabel y María, esa partida de ajedrez psicológico, ese combate sobre la lona del psiquiátrico. Lo más brillante es ese diálogo preciso, medido y sopesado que mantiene al lector subido a la cumbre de este duelo a la sombra.
Y, desde luego, la tensión (la curva melódica del nervio teatral) entre ambos personajes perfila subidas y bajadas de intensidad pero domina un “crescendo” general que desemboca en un final que no desvelaré. ¿Cuál es el problema? ¡Pero ¿otro problema?! Sí. Ese problema es que a La cumbre le sobra parte del segundo encuentro de los cuatro que mantienen las dos mujeres. ¿Por qué sobra? Porque es una pose. En ese ir y venir por la vida y la relación entre María e Isabel, ambas llegan al momento tópico topicazo de exaltación de la amistad que no hay entre ellas. Y entre cóctel y cóctel adoptan la pose de: “¡Oh, sí, querida…! ¿Te acuerdas de cuando… bla, bla, bla?”. Y entre una copa que va y otra que viene (las típicas copas de los manicomios…), apenas avanza sólidamente la trama, cuyo relato se complica de modo un tanto grotesco por mantener múltiples paralelismos de Isabel y María con las vidas de los personaje históricos, y alcanza el dudoso mérito romper el interés que tan esforzadamente había logrado hasta el momento y que, por fortuna, retoma en páginas posteriores.
Aun así, con esos dos baldones que he señalado, yo salvaría sin duda La cumbre, por lo que supone de tensionado y casi siempre entretenido pugilato dialéctico y emotivo entre Isabel y María. Hay mucha tensión emocional, no solo dialéctica. Hay poder entre ambas, pero también humanidad. Y resulta emocionante ver cómo la poderosa Isabel tensa la rienda cuando quiere o cuanto María la desespera, y cómo la afloja cuando lo cree conveniente, estratégico o simplemente humano. Y resulta emotivo ver el derrumbe psicológico de María, que en cierto modo es un derrumbe engañoso (“en mi fin está mi principio”, dirá); hasta el punto de que cuando más débil está más fuerte parece. En ese sentido, La cumbre recuerda ligeramente, y salvando las distancias, a Pedro y el Capitán, la sublime obra de Benedetti en la que el torturado Pedro se agiganta moralmente ante el Capitán, que mengua paulatinamente a pesar de su poder represor.
Así pues, claro que salvaría La cumbre, porque es una de esas obras ante cuya lectura muchas actrices pensarán: “Me gustaría interpretar a… ¿María?, ¿Isabel?”. A mí, sin ir más lejos, me encantaría interpretar a una de ellas (no os diré cuál). El problema es que no soy actriz. Sí lo son, en cambio, Noelia Benítez y Pepa Gracia, que estrenaron esta pieza un año antes de su publicación dirigidas por el propio autor. Me hubiera gustado ver a estas dos almas sobre las tablas. A falta de eso, nos queda la lectura de este no perfecto pero sí atractivo e interesante drama: La cumbre. Las conversaciones secretas de María Fernández Estuardo e Isabel Sánchez Tudor

viernes, 7 de octubre de 2016

REIKIAVIK
TÍTULO: Reikiavik
AUTOR: Juan Mayorga
EDITORIAL: La uÑa RoTa
SUBGÉNERO: Drama histórico
AÑO DE ESTRENO: 2015
AÑO DE PUBLICACIÓN: 2015

Reikiavik es una batalla de fuego cruzado, sobre las tablas y sobre el tablero.
Aunque bien pudiera considerarse esta obra como ejemplo de drama histórico, no solo historia hay en ella, también ese tamiz filosófico con que cerca Mayorga sus obras. Esta pieza es más bien un viaje alucinado en el que se cruzan ajedrez, Guerra Fría, obsesiones, miedos, talentos, identidades… Waterloo y Bailén son batallas que evocan derrotas, derrotas napoleónicas (esa grandeza caída), por eso Waterloo y Bailén son dos hombres que juegan a ser otros dos hombres: Bobby Fischer y Boris Spasski, seguramente dos perdedores también, cada uno a su manera. Fischer es un mito de la historia del ajedrez, el héroe americano (quizá a su pesar) que derribó la supremacía soviética sobre los tableros; pero también fue durante años un enigma que se resolvió en miseria con el paso de los años (“Me das lástima, Robert Fischer, eres el hombre más solo del mundo”, le dice Spasski al estadounidense). Spasski es otro gran campeón, que dejó de serlo para su pueblo y, sobre todo, para su gobierno, que lo repudió después de la humillación a la que el advenedizo americano sometió al gigante comunista. Ambos se convirtieron en “refugiados” interiores. El terremoto más grande de la historia ajedrecística tuvo su epicentro en la capital islandesa, pero desde Whashington y Moscú también se jugaba. A otra cosa.
Juan Mayorga transmite en sus obras, natural o intencionadamente, compasión por los seres humanos. En esta obra, estrenada y dirigida por él mismo en Avilés, y con un largo recorrido por diferentes teatros a estas alturas, el lector (y el espectador) han de sentir, seguro, compasión por dos hombres que juegan un papel histórico como si estuviesen movidos por fuerzas que no alcanzan a controlar. Algo de fatal destino tiene el lamento dramático de Reikiavik sin que por ello busque el grito de la tragedia.
Waterloo y Bailén son en realidad dos hombres que todos los días se encuentran en un parque para medirse con piezas blancas y negras. Es un encuentro repetitivo pero a la vez con variantes. Ambos hombres juegan a encarnar a Fischer y a Spasski, e intercambian esos roles cada día. En Reikiavik asistimos a uno de esos encuentros. Es casi un bucle del que Waterloo (hoy Fischer) y Bailén (hoy Spasski) esperan, quizá, salir algún día, y resolver así su partida eterna. Pero para eso necesitan ceder el testigo, necesitan algún relevista, algún heredero. Y ahí es donde aparece el “Muchacho”, un adolescente que casualmente, camino de clase, camino de un examen crucial, pasa por ese parque, por ese campo de batalla figurado, se cruza con la escena y se detiene. Y queda absorbido por ella.
Reikiavik es un juego, como el ajedrez, como el teatro, como la política en manos de quienes la conducen. Por eso es tan hermoso ese espectáculo de los dos actores jugando a ser dos personajes que juegan a ser otros dos personajes. Y en ese proceso habrá que imaginar al conmovedor César Sarachu tratando de entender a Waterloo, y al Waterloo que trata de entender a Fischer; y habrá que imaginar al brillante Daniel Albadalejo encarnar con deslumbrante técnica a Bailén, y al Bailén que trata de encarnar a Spasski. Y habrá que imaginarlos, al compás de su director de escena, reescribiendo la obra, como nos sugiere el propio Mayorga en esta edición. Es una búsqueda, un tratar de entender y de entenderse, una suerte de amor-odio (“Me da placer jugar con él, también me duele”, dice Bailén-Spasski de Waterloo-Fischer). Poe pensaría que Waterloo y Bailén parecen dos pero apenas son uno; una sola identidad, pero una identidad escindida, como piensa Fernando Broncano en el profundo comentario que acompaña al texto de Mayorga en esta edición de La uÑa RoTa. Es una búsqueda, sí; necesaria. Y ¿si ambos actores intercambiasen papeles? Cambiar de máscara. Introducir una variante en el tablero, en las tablas, como hacen todos los días (“Cambias de orden dos palabras y cambia todo, un gesto lo cambia todo”). Ayer, ayer lo hicieron, pero… ¿hoy? Seguramente también.

Alrededor de Sarachu y Albadalejo, el “Muchacho” se mueve, observa, se pregunta… y lo hace también por nosotros. Por eso nos enganchamos a su mirada. Elena Rayos es quien interpreta al “Muchacho” con la dificultad de encarnar a alguien más joven (adolescente), de otro sexo (si es que aquí importa algo el sexo) y con mucho menos peso y presencia que los otros dos. Es un personaje menos lucido, menos agradecido, pero no por ello menos importante para el sentido de esta pieza; de hecho, es fundamental. Los tres, Sarachu, Albadalejo y Rayos, como tres bailarines virtuosos bajo la batuta de Mayorga, giran sobre el escenario como un torbellino de ideas y de emociones, y giran ahora, siguen haciéndolo, por los teatros de España (andan ahora por el Valle-Inclán), para deleite de un público que, a poco que sea sensible, saldrá del teatro con la mirada puesta en algún lugar lejano. Y el lector de este drama cerrará el libro. Y, levantará, quizá, la vista y la llevará también… ¿quién sabe adónde?