RICARDO III
TÍTULO: Ricardo III
AUTOR: William
Shakespeare
SUBGÉNERO: Drama histórico
AÑO DE PUBLICACIÓN: 1597
“¡Mi
reino por un caballo!”.
No
podía sustraerme a comenzar esta reseña sin evocar una de las frases más
célebres del teatro de Shakespeare; o, si lo preferís, “¡Mi reino todo por un
corcel!”, como traduce G. Macpherson, quizá de modo más poético, en esta infame
(salvando el prólogo de Antonio Ballesteros) edición de Edaf que tengo entre manos. La conocida exclamación
la pone el bardo inglés en boca del ya rey Ricardo III en la batalla de Bosworth,
poco antes de caer derrotado ante el duque de Richmond, quien se alza así como
el nuevo rey Enrique VII, da inicio al gobierno de los Tudor y pone fin al
salvaje ascenso político del duque de Gloucester, que para convertirse en
Ricardo III había derramado ríos de sangre sin asomo de remordimiento. Os
aseguro que ese rey, clamando, pie en tierra, por un caballo desde el que
seguir batallando después de haber perdido el suyo, no provoca ni un ápice de
pena penita en el lector. La explicación es sencilla: Ricardo III es malo, muy
malo. O al menos así nos lo presenta William Shakespeare, siguiendo la estela
de Tomás Moro a la hora de bailar el agua a los Tudor y haciendo así, a la luz
de los últimos descubrimientos, poca justicia a la Historia (pero esa es otra
historia… que retomaremos sucintamente hacia el final).
Y…
¿mala es también la pieza de don Guillermo? ¡Hombre, no! Pero bien es cierto
que, más allá de lo abstrusa que resulta en ocasiones dada la lejanía de los
personajes históricos que por aquí pasan (en contraste con el conocimiento que
los ingleses tendrían de su pasado reciente), dada la coincidente repetición de
nombres históricos, y dados los enrevesados lazos familiares y políticos, la
obra patina en algunos aspectos que no son nuevos en Shakespeare. Tal es el
caso de la velocidad a la que algunos hechos se suceden y la torpe transición
en los volubles cambios de ciertos personajes (como el de Ana o el de Isabel). Todo
ello resta cierta credibilidad al drama (aun tratándose de una pieza histórica).
Hay que reconocer que en Ricardo III
se dibuja una vertiginosa trayectoria ascendente del ambicioso duque de
Gloucester por alcanzar la cima del poder, pero aun así, por momentos, la obra
pierde solidez. En todo caso, el dibujo de esa trayectoria gana progresivamente
en tensión e interés hasta culminar en la caída final del protagonista. Caerse
del caballo y caerse del poder será todo uno en el clímax de la obra y cierre
de la misma.
Lo
que no hay que negar es que Shakespeare dibuja aquí a un personaje, Ricardo,
que deja en poca cosa a Maquiavelo (quizá con injusta mala prensa ambos) y que
encarna en grado sumo la culminación de la ambición política utilizando para
ello dos medios sin ningún escrúpulo: la conspiración y la violencia. Para
ello, la obra hace contrastar el carácter pacífico y bondadoso de los
predecesores de Ricardo III en el poder (Enrique VI y Eduardo IV) y de su
sucesor en el mismo (Enrique VII). Entre medias, y tras la muerte de Enrique VI
(asesinado por voluntad de Ricardo) y del enfermo Eduardo IV, el duque de
Gloucester ha conspirado hasta lograr la muerte de sus posibles adversarios
para lograr el trono, incluidos dos niños: Eduardo, príncipe de Gales, y Ricardo,
duque de York, que son sus sobrinos e hijos de Eduardo IV (poco le dura al
pequeño príncipe el nuevo título que le corresponde: rey Eduardo V). Vamos, lo
que es barrer y hacer limpieza, no sea que el aspirante tropiece en algún
obstáculo, por “pequeño” que este sea. El asesinato de los dos críos representa
el culmen de la crueldad y de la ausencia de moral, una especia de “línea
roja”, como tanto gusta de decirse ahora, que termina por dar plena legitimidad
a quienes se levantan en armas contra Ricardo. Y el lector recibe con agrado
esa justicia poética que pone a Ricardo en su lugar (primero, en tierra, tras
caer de su caballo; después, bajo tierra, tras morir a manos del duque de
Richmond, llegado del exilio para encabezar la sublevación contra el malvado rey).
Por cierto, ese contraste del que antes hablaba alcanza una excelsa cima
dramática hacia el final de la obra, cuando se nos presentan las horas previas
a la batalla de Bosworth por parte de los dos bandos, capitaneados uno por
Ricardo III y el otro por el futuro Enrique VII. Este contraste se nos brinda
en momentos simultáneos que se van alternando casi al modo cinematográfico
actual, que culminan en sendas arengas a sus hombres, y que perfilan
magistralmente estos dos caracteres tan diferentes: magnánimo y grandioso el de
Richmond; ruin y miserable (“ruiz” y “misherable”…) el del rey.
Ricardo III tiene mucho de tragedia, no solo por su final históricamente conocido,
sino por ese destino al que la locura de poder y el desenfreno sangriento
terminan por abocar al propio Ricardo, quien llega incluso a traicionar y
quitar la vida a quienes le han ayudado a subir al trono (es el caso del duque
de Buckingham). Esta falta de tacto para con sus aliados es otra “línea roja”
que socava los cimientos sobre los que se asienta el ascenso del duque de
Gloucester. Los políticos saben que crear y mimar una tupida red clientelar es
el mejor salvoconducto para la impunidad. Ricardo parece no tenerlo presente.
También
las mujeres más importantes de la pieza (Margarita, Isabel, Ana) le dan al
drama ese aire de tragedia, pues las tres funcionan como una especie de coro en
ocasiones. No solo eso; Margarita, a modo de oráculo, lanza sobre Ricardo y
otros una serie de maléficas profecías que se cumplirán, sumadas a otras
maldiciones previas. Así que el destino, de un modo u otro, ronda también a los
personajes. Y en esa relación de Ricardo con las mujeres, resulta casi
grandioso el diálogo picado entre aquel e Isabel, con un magistral uso de la
esticomitia, brillando a gran altura la tensión dramática y dialéctica entre
ambos personajes, y que termina, no obstante, con un cambio de actitud que se
opera en Isabel de modo no muy convincente. Hay que decir en descargo del
dramaturgo que Ricardo, al menos, trata de justificar este cambio: “¡Frágil
mujer al fin, necia y mudable!”. Otra cosa es que nos convenza…
En
todo caso, ese tono trágico-dramático no es óbice para que hoy, después de
haber subido miles de veces a Shakespeare a las tablas, se pueda imaginar una
lectura más jocosa y desengañada de esta obra. Así lo hizo recientemente
Eduardo Vasco en la dirección, este mismo año, de un montaje de Ricardo III con dramaturgia de Yolanda
Pallín y protagonizado memorablemente por Arturo Querejeta, quien encarnó a
Ricardo III con brillantez y cargó sobre su “maltrecho” cuerpo todo el peso de
la interpretación con poca ayuda del resto del elenco. Eduardo Vasco y Yolanda
Pallín conectan ligeramente el drama con la contemporaneidad, le dan un tono
jocoserio y en ocasiones farsesco que lo hace más digerible para el público, y
“limpian” el texto, sin perder fidelidad, para que sea más accesible al
respetable de hoy. Vaya, lo que viene siendo el desbroce casi obligado pero nada sencillo de los
clásicos. En este sentido, el montaje es aclaratorio y simplificador en
ocasiones. Así sucede, por ejemplo, en el inicio del espectáculo, con el esclarecedor
discurso de Ricardo sobre el estado de las cosas para poner al público en
situación; o al final, donde la rueda de espectros que se van apareciendo
alternativamente a Ricardo y a Richmond queda reducida a un breve relato de
ambos, que cuentan, sorprendidos, las apariciones que han vivido en sueños,
justo antes de la batalla que van a librar.
Pero
no quiero olvidarme de algo capital en este drama: la deformidad de Ricardo.
Esa mala pasada que la naturaleza le ha jugado, y que él reconoce abiertamente,
ha condicionado a un ser que se siente distinto, que alberga rencor, al que
incomoda el periodo de paz que Eduardo IV ha traído a Inglaterra, que no vive
si no es por el mando y para el mando. El poder seguramente sea su consuelo; el
poder tal vez sea lo que permita a este cínico ser de poco agraciado aspecto
erguirse por encima de todos los demás. Quizá la mayor grandeza de Shakespeare
sea su ojo clínico para el alma humana. Aquí, el poeta dramático habrá tenido
muy presente que (como siglos más tarde propondrá Ortega) uno es uno y su
circunstancia. El cuerpo influye en el alma, y la forja del carácter de un
individuo se explica, en parte, por sus condicionantes biológicos; que se lo
digan, si no, al Tyrion Lannister de Juego
de tronos. Esos condicionantes hunden a los débiles pero impulsan a los
fuertes. El “pequeño” personaje de George R. R. Martin compensa su escasa estatura
corporal con su altura intelectual. Ricardo tiene una enorme tara física pero
la compensa psicológicamente con una mente sagaz y un verbo florido que hacen
de su discurso un arma poderosa. Aun así, no resulta creíble en la obra el
hecho de que Ana, todavía “calientes” los cuerpos de su esposo y de su suegro,
asesinados por orden de Ricardo, acceda a casarse con este. ¿Tan atractivo es
el poder y tan poderosa la labia de Ricardo para que Ana acceda a desposarse
con un ser causante de su viudedad, además de monstruoso? ¿Así fue en verdad?
Los últimos hallazgos arqueológicos vienen a desmentir por completo la imagen
que de Ricardo nos ha dejado William Shakespeare: feo, encorvado, arrastrando
una pierna y con un brazo inútil, muerto como un leño seco. Parece que el
Ricardo de verdad pudo resultarle mucho más “digerible” a Ana que el engendro
que Shakespeare y Tomás Moro pusieron sobre el papel.
Y
vamos al final regresando al principio. Sí, la exclamación de la apertura es de
sobra conocida, pero quiero echar el cierre con esta otra cita, que explica muy
bien la obra y la vida, y que sale de labios del duque de Buckingham antes de
morir traicionado por el hombre a quien taimadamente había aupado al poder: “El
mal engendra el mal; el crimen, crimen”.