domingo, 25 de septiembre de 2016

RICARDO III

TÍTULO: Ricardo III
AUTOR: William Shakespeare
SUBGÉNERO: Drama histórico
AÑO DE PUBLICACIÓN: 1597

“¡Mi reino por un caballo!”.
No podía sustraerme a comenzar esta reseña sin evocar una de las frases más célebres del teatro de Shakespeare; o, si lo preferís, “¡Mi reino todo por un corcel!”, como traduce G. Macpherson, quizá de modo más poético, en esta infame (salvando el prólogo de Antonio Ballesteros) edición de Edaf  que tengo entre manos. La conocida exclamación la pone el bardo inglés en boca del ya rey Ricardo III en la batalla de Bosworth, poco antes de caer derrotado ante el duque de Richmond, quien se alza así como el nuevo rey Enrique VII, da inicio al gobierno de los Tudor y pone fin al salvaje ascenso político del duque de Gloucester, que para convertirse en Ricardo III había derramado ríos de sangre sin asomo de remordimiento. Os aseguro que ese rey, clamando, pie en tierra, por un caballo desde el que seguir batallando después de haber perdido el suyo, no provoca ni un ápice de pena penita en el lector. La explicación es sencilla: Ricardo III es malo, muy malo. O al menos así nos lo presenta William Shakespeare, siguiendo la estela de Tomás Moro a la hora de bailar el agua a los Tudor y haciendo así, a la luz de los últimos descubrimientos, poca justicia a la Historia (pero esa es otra historia… que retomaremos sucintamente hacia el final).
Y… ¿mala es también la pieza de don Guillermo? ¡Hombre, no! Pero bien es cierto que, más allá de lo abstrusa que resulta en ocasiones dada la lejanía de los personajes históricos que por aquí pasan (en contraste con el conocimiento que los ingleses tendrían de su pasado reciente), dada la coincidente repetición de nombres históricos, y dados los enrevesados lazos familiares y políticos, la obra patina en algunos aspectos que no son nuevos en Shakespeare. Tal es el caso de la velocidad a la que algunos hechos se suceden y la torpe transición en los volubles cambios de ciertos personajes (como el de Ana o el de Isabel). Todo ello resta cierta credibilidad al drama (aun tratándose de una pieza histórica). Hay que reconocer que en Ricardo III se dibuja una vertiginosa trayectoria ascendente del ambicioso duque de Gloucester por alcanzar la cima del poder, pero aun así, por momentos, la obra pierde solidez. En todo caso, el dibujo de esa trayectoria gana progresivamente en tensión e interés hasta culminar en la caída final del protagonista. Caerse del caballo y caerse del poder será todo uno en el clímax de la obra y cierre de la misma.
Lo que no hay que negar es que Shakespeare dibuja aquí a un personaje, Ricardo, que deja en poca cosa a Maquiavelo (quizá con injusta mala prensa ambos) y que encarna en grado sumo la culminación de la ambición política utilizando para ello dos medios sin ningún escrúpulo: la conspiración y la violencia. Para ello, la obra hace contrastar el carácter pacífico y bondadoso de los predecesores de Ricardo III en el poder (Enrique VI y Eduardo IV) y de su sucesor en el mismo (Enrique VII). Entre medias, y tras la muerte de Enrique VI (asesinado por voluntad de Ricardo) y del enfermo Eduardo IV, el duque de Gloucester ha conspirado hasta lograr la muerte de sus posibles adversarios para lograr el trono, incluidos dos niños: Eduardo, príncipe de Gales, y Ricardo, duque de York, que son sus sobrinos e hijos de Eduardo IV (poco le dura al pequeño príncipe el nuevo título que le corresponde: rey Eduardo V). Vamos, lo que es barrer y hacer limpieza, no sea que el aspirante tropiece en algún obstáculo, por “pequeño” que este sea. El asesinato de los dos críos representa el culmen de la crueldad y de la ausencia de moral, una especia de “línea roja”, como tanto gusta de decirse ahora, que termina por dar plena legitimidad a quienes se levantan en armas contra Ricardo. Y el lector recibe con agrado esa justicia poética que pone a Ricardo en su lugar (primero, en tierra, tras caer de su caballo; después, bajo tierra, tras morir a manos del duque de Richmond, llegado del exilio para encabezar la sublevación contra el malvado rey). Por cierto, ese contraste del que antes hablaba alcanza una excelsa cima dramática hacia el final de la obra, cuando se nos presentan las horas previas a la batalla de Bosworth por parte de los dos bandos, capitaneados uno por Ricardo III y el otro por el futuro Enrique VII. Este contraste se nos brinda en momentos simultáneos que se van alternando casi al modo cinematográfico actual, que culminan en sendas arengas a sus hombres, y que perfilan magistralmente estos dos caracteres tan diferentes: magnánimo y grandioso el de Richmond; ruin y miserable (“ruiz” y “misherable”…) el del rey.
Ricardo III tiene mucho de tragedia, no solo por su final históricamente conocido, sino por ese destino al que la locura de poder y el desenfreno sangriento terminan por abocar al propio Ricardo, quien llega incluso a traicionar y quitar la vida a quienes le han ayudado a subir al trono (es el caso del duque de Buckingham). Esta falta de tacto para con sus aliados es otra “línea roja” que socava los cimientos sobre los que se asienta el ascenso del duque de Gloucester. Los políticos saben que crear y mimar una tupida red clientelar es el mejor salvoconducto para la impunidad. Ricardo parece no tenerlo presente.
También las mujeres más importantes de la pieza (Margarita, Isabel, Ana) le dan al drama ese aire de tragedia, pues las tres funcionan como una especie de coro en ocasiones. No solo eso; Margarita, a modo de oráculo, lanza sobre Ricardo y otros una serie de maléficas profecías que se cumplirán, sumadas a otras maldiciones previas. Así que el destino, de un modo u otro, ronda también a los personajes. Y en esa relación de Ricardo con las mujeres, resulta casi grandioso el diálogo picado entre aquel e Isabel, con un magistral uso de la esticomitia, brillando a gran altura la tensión dramática y dialéctica entre ambos personajes, y que termina, no obstante, con un cambio de actitud que se opera en Isabel de modo no muy convincente. Hay que decir en descargo del dramaturgo que Ricardo, al menos, trata de justificar este cambio: “¡Frágil mujer al fin, necia y mudable!”. Otra cosa es que nos convenza…
En todo caso, ese tono trágico-dramático no es óbice para que hoy, después de haber subido miles de veces a Shakespeare a las tablas, se pueda imaginar una lectura más jocosa y desengañada de esta obra. Así lo hizo recientemente Eduardo Vasco en la dirección, este mismo año, de un montaje de Ricardo III con dramaturgia de Yolanda Pallín y protagonizado memorablemente por Arturo Querejeta, quien encarnó a Ricardo III con brillantez y cargó sobre su “maltrecho” cuerpo todo el peso de la interpretación con poca ayuda del resto del elenco. Eduardo Vasco y Yolanda Pallín conectan ligeramente el drama con la contemporaneidad, le dan un tono jocoserio y en ocasiones farsesco que lo hace más digerible para el público, y “limpian” el texto, sin perder fidelidad, para que sea más accesible al respetable de hoy. Vaya, lo que viene siendo el desbroce  casi obligado pero nada sencillo de los clásicos. En este sentido, el montaje es aclaratorio y simplificador en ocasiones. Así sucede, por ejemplo, en el inicio del espectáculo, con el esclarecedor discurso de Ricardo sobre el estado de las cosas para poner al público en situación; o al final, donde la rueda de espectros que se van apareciendo alternativamente a Ricardo y a Richmond queda reducida a un breve relato de ambos, que cuentan, sorprendidos, las apariciones que han vivido en sueños, justo antes de la batalla que van a librar.
Pero no quiero olvidarme de algo capital en este drama: la deformidad de Ricardo. Esa mala pasada que la naturaleza le ha jugado, y que él reconoce abiertamente, ha condicionado a un ser que se siente distinto, que alberga rencor, al que incomoda el periodo de paz que Eduardo IV ha traído a Inglaterra, que no vive si no es por el mando y para el mando. El poder seguramente sea su consuelo; el poder tal vez sea lo que permita a este cínico ser de poco agraciado aspecto erguirse por encima de todos los demás. Quizá la mayor grandeza de Shakespeare sea su ojo clínico para el alma humana. Aquí, el poeta dramático habrá tenido muy presente que (como siglos más tarde propondrá Ortega) uno es uno y su circunstancia. El cuerpo influye en el alma, y la forja del carácter de un individuo se explica, en parte, por sus condicionantes biológicos; que se lo digan, si no, al Tyrion Lannister de Juego de tronos. Esos condicionantes hunden a los débiles pero impulsan a los fuertes. El “pequeño” personaje de George R. R. Martin compensa su escasa estatura corporal con su altura intelectual. Ricardo tiene una enorme tara física pero la compensa psicológicamente con una mente sagaz y un verbo florido que hacen de su discurso un arma poderosa. Aun así, no resulta creíble en la obra el hecho de que Ana, todavía “calientes” los cuerpos de su esposo y de su suegro, asesinados por orden de Ricardo, acceda a casarse con este. ¿Tan atractivo es el poder y tan poderosa la labia de Ricardo para que Ana acceda a desposarse con un ser causante de su viudedad, además de monstruoso? ¿Así fue en verdad? Los últimos hallazgos arqueológicos vienen a desmentir por completo la imagen que de Ricardo nos ha dejado William Shakespeare: feo, encorvado, arrastrando una pierna y con un brazo inútil, muerto como un leño seco. Parece que el Ricardo de verdad pudo resultarle mucho más “digerible” a Ana que el engendro que Shakespeare y Tomás Moro pusieron sobre el papel.

Y vamos al final regresando al principio. Sí, la exclamación de la apertura es de sobra conocida, pero quiero echar el cierre con esta otra cita, que explica muy bien la obra y la vida, y que sale de labios del duque de Buckingham antes de morir traicionado por el hombre a quien taimadamente había aupado al poder: “El mal engendra el mal; el crimen, crimen”.

domingo, 18 de septiembre de 2016

SÓCRATES

TÍTULO: Sócrates
AUTORES: Mario Gas y Alberto Iglesias
EDITORIAL: Ediciones Antígona
SUBGÉNERO: Drama histórico
AÑO DE ESTRENO: 2015
AÑO DE PUBLICACIÓN: 2016

Sócrates, el hombre sin voz.
Platón se la dio hace veinticuatro siglos. Ahora, Mario Gas y Alberto Iglesias, quizá discípulos socráticos y platónicos en el tiempo, vuelven a hacerlo en esta obra homónima del filósofo griego, que protagonizó el actor José María Pou en Mérida (“marco incomparable” y todo eso…), donde se estrenó en 2015, y que Ediciones Antígona publica un año después.
Sócrates es el alegato del hombre acusado de cierta impiedad y de pervertir a los jóvenes. El filósofo, con resignación, desapego y entereza, se enfrenta dialécticamente a muchos atenienses sin piedad y apenas si es defendido por unos pocos, aunque su condena llega por escaso margen de votos condenatorios. El final del proceso es conocido.
El teatro de ideas es arriesgado. Si no hay acción, lo mismo el público resopla, se aburre, echa de menos la tele con sus frecuentes cambios de plano y su universo de estupideces inverosímiles pero ¡tan entretenidas…!  Sí, es un riesgo  que en las sesenta y cuatro páginas de la edición de esta pieza no pase gran cosa (como si la vida en juego de una persona fuera asunto menor) y que, además, tampoco haya un festín de sentimientos lacrimógenos (Sócrates no estaría por la labor). Aunque me gustaría haber visto al vehemente José María Pou defendiendo la entereza socrática  a los pies de la muerte. Sí, es un riesgo; un riesgo encomiable. Y esa cualidad reflexiva de esta obra la hace muy apta para ser leída, para que el lector se detenga en las encrucijadas del pensamiento que le salen al paso mientras camina por las páginas de este drama (o tragedia anunciada, si se prefiere).
Pero también es una invitación constante a la reflexión del espectador que tenga la fortuna de estar frente a los actores. Porque aquí el respetable se convierte en asamblea, en la asamblea a la que se dirige Sócrates, y a la que se dirigen los defensores y detractores del propio maestro. Y eso es un acicate para el espectador vivo, inquieto. Porque lo que Gas e Iglesias  plantean aquí oscila entre la circunstancia vital, filosófica, social y política de la Atenas de los siglos V-IV a. de C. y la plena actualidad. Hay mucho de ahora en esta pieza. De ahora y de siempre. Integridad, honradez, razón, demagogia, verdad, mentira… De esto y de más se habla aquí. Pero de todo ello, lo que me parece más inquietante es esa capacidad voraz que la masa tiene para engullir, para acallar a los mejores, a los brillantes, a los meritorios. Historia de ayer y de hoy. Y más en España.  Sócrates es el juicio y muerte de un ciudadano, como reza el subtítulo. Y eso es lo que sucede, que la masa asamblearia condena a Sócrates a desaparecer para siempre, a dejar de incomodar con sus inquisitivas preguntas, a dejar de señalar la verdad y de ponerla en bandeja a la luz de la razón. Y es que el pensamiento, la razón, ese don que nos hace casi divinos, sucumbe aquí ante el desprecio de la masa. ¿De verdad es tan respetable la mayoría por el hecho de serlo? Cierto es que la huella que deja en mí este drama no es la de la peripecia vital de Sócrates, apenas convertido en vehículo de ideas (ese el pero y ese el precio que pagan muchas veces estas obras donde abunda la idea explícita pero escasea la acción y se tambalea el fuste de los personajes), sino las ideas mismas: la defensa de la verdad, del pensamiento, de lo justo, de la integridad.
Que nadie espere encontrar en estas páginas una tragedia al uso; aquí hay mucho más de Platón como correa transmisora del testimonio histórico. No obstante, asoman algunos guiños trágicos: el coro, la riqueza dialéctica, el verso, que alterna con la prosa… Lo que no entiendo, eso sí,  es cómo está utilizado el verso en esta obra. En muchos casos, no le veo ni sentido métrico, ni prosódico, ni psicológico. Que alguien me lo explique. Tampoco estaría mal una revisión más en profundidad antes de publicar, para evitar algunas faltas de ortografía que quiero suponer más erratas que faltas en sí. Y es que el control de calidad en la edición de textos dramáticos contemporáneos es una alarmante asignatura pendiente, a pesar de que, en general, no se puede decir que Ediciones Antígona edite con descuido.

En fin, si algún lector gusta de recuperar la mayéutica socrática, aquí tiene un aperitivo (no más, que tampoco es el caso en esta pieza aunque algo de ello se atisba) con el que quizá disfrute. Y ojalá cale el discurso de la razón que propone este drama frente al neorromanticismo tonto-ñoño que nos edulcora el alma y nos pringa la boca. Me gustan, hacia el inicio y hacia el final de la obra, esas llamadas de atención (no diré cómo) que recuerdan al espectador (no tanto al lector…) su condición de contemporáneo y de espectador, y que suponen una suerte de distanciamiento brechtiano que viene muy al caso, ciudadanos.