viernes, 8 de septiembre de 2017

LA VIDA ES SUEÑO

TÍTULO: La vida es sueño
AUTOR: Pedro Calderón de la Barca
SUBGÉNERO: Drama filosófico
AÑO DE PUBLICACIÓN: 1636

¿La vida es sueño?
Más parece pregunta (si acaso, duda) que afirmación. La vida es sueño es una incógnita que deja sombra cuando arroja luz. Siempre se ha dicho que es esta una obra contrarreformista que defiende el libre albedrío por encima de un cierto determinismo. “…el hado más esquivo, / la inclinación más violenta, / el planeta más impío / sólo el albedrío inclinan, / no fuerzan el albedrío” (vv. 787-791), dice Basilio en esta espléndida edición de Castalia anotada por José María Ruano de la Haza, “…porque el hombre / predomina en las estrellas” (vv. 1110-1111). Sí, pero hay que escuchar a Clarín antes de morir: “Y así, aunque a libraros vais / de la muerte con hüir, / mirad que vais a morir, / si está de Dios que muráis” (vv. 3092-3095). Fernando Urdiales, que tenía esta obra en la cabeza (no en vano la había montado años atrás), parecía haberse quedado con el martilleo de estas palabras que Calderón, por si acaso, repite seguidamente como un eco reflexivo en boca de Basilio: “Mirad que vais a morir, / si está de Dios que muráis” (vv. 3096-3097). ¿Hay que desdeñar las palabras del gracioso por el mero hecho de ser el simple, o se complace Calderón en ocultar un tesoro en una vasija de barro? Clarín parece evocar la tragedia clásica y convertirse en un esperpéntico Edipo: “…no hay lugar / para la muerte secreto; / […] que quien más su efeto huye / es quien se llega a su efeto” (vv. 3079-3083). Pero Clotaldo parece terciar al final a favor del albedrío por encima del poderoso destino: “Aunque el hado, señor, sabe / todos los caminos, y halla / a quien busca entre lo espeso / de dos peñas, no es cristiana / determinación decir / que no hay reparo a su saña. / Sí hay, que el prudente varón / vitoria del hado alcanza” (vv. 3112-3119).
Ni siquiera la resolución del conflicto nos aclara la verdad del destino, si lo hay. Al fin y al cabo, el destino no deja de cumplirse… irónicamente. Es Segismundo quien fuerza simuladamente su consumación. El hado no se cumple… pero se cumple. El hado se cumple… pero no se cumple.
Y es que el claroscuro barroco es el contraste que ilumina/oscurece esta pieza como ninguna otra. Segismundo es quien mejor encarna la zozobra, el trampantojo que teje Calderón, la duda permanente de ese ir y venir de la torre a palacio, del sueño a la vigilia, de la verdad a la ilusión (“porque quizá estás soñando, / aunque ves que estás despierto” (vv. 1530-1531), advierte Basilio a Segismundo). Es el desengaño barroco, que llega a irritar a un desconcertado Segismundo ante su preceptor, Clotaldo: “A rabia me provocas / cuando la luz del desengaño tocas” (vv. 1680-1681).
Pues eso, más duda que certezas, quizá eternamente, en la lectura de este clásico. O quizá haya en él certezas varias para que cada “consumidor” escoja y se dé gusto…
Veo recientemente en Olmedo a un nuevo Segismundo: el que propone Teatro del Temple bajo la dirección de Carlos Martín y producción de María López Insausti. Me sorprende. El espectáculo es un “volcán, un Etna hecho” (v. 164) de pasiones y fuerza primitivas que se suceden de principio a fin sin solución de continuidad. El juego escénico se anuncia desde la entrada de Rosaura; ¡qué momento tan difícil, siempre, comenzar con uno de esos arranques archisabidos y que el público espera lupa en mano! Desde ahí, van y vienen actores “pluriempleados”, marañas escenográficas, luces desde los varales hasta las propias manos de los intérpretes, música en directo para afinar el tono de cada escena, vestuario hilvanado de anacronismos sugerentes, y versos mimados por una dicción clarificadora. Todo para dibujar una puesta en escena tan barroca como la pieza de Calderón.
Efectivamente, algunos de los actores se multiplican, pero no es eso lo importante. Lo relevante es la huella que algunos de ellos dejan en el espectador. José Luis Esteban encarna a un Segismundo muy sui generis. Con una dicción peculiar, traslada la sensación de un ser de carne y hueso, atento a su ser cambiante, balbuceante en momentos y asombrado de su propio devenir, cuyo sentido no siempre alcanza a comprender. Esteban parece ser, en muchos momentos, un actor que busca la verdad de su personaje como Segismundo busca la verdad de su persona. De ahí el tono predominantemente introspectivo, a diferencia de la declamación tradicionalmente desmesurada en conocidísimos monólogos. Visceral y potente está también Félix Martín al encarnar a Clotaldo. Y para nada desmerecen el donaire de Clarín con su estética casi de cómic (Alfonso Palomares), o la Rosaura (Minerva Arbués), el Astolfo (Francisco Fraguas) y la Estrella (Encarni Corrales) que mantienen en alto la tensión, ora latente, ora patente, que arrastran sus personajes.
El movimiento escénico es muy vivo desde el inicio, y tiene lugar entre los versátiles elementos escenográficos, nunca gratuitos y muy bien traídos para reforzar el sentido de cada escena. Pero lo más interesante es la espectacular simbiosis entre la escenografía de Tomás Ruata y la iluminación de Tatoño Perales. El juego de luces y sombras crea sugerentes espacios por los que los actores se mueven, en ocasiones, como si en una jungla se encontrasen, con la habilidad de una fiera (salvo algún perdonable despiste “lumínico” de “Rosaura”…).
Pero los ambientes no solo surgen de lo dicho antes. La música, en directo, pautada por la mano de Gonzalo Alonso, dibuja, desde unos pocos y peculiares instrumentos, un telón de fondo sonoro persistente pero nada cansino; al contrario, su poder evocador, sumamente coherente con los demás lenguajes escénicos, cala discreta pero efectivamente en el espectador.
No pasa desapercibido tampoco el vestuario de Ana Sanagustín, y no solo por esos anacronismos que citaba antes, y que sirven, por poner un ejemplo, para transformar a Estrella y a Astolfo, por momentos, en raperos, y su primer encuentro en una suerte de “pelea de gallos”. No. La fuerza evocadora de la vestimenta parece entroncar con lo pasional, lo primitivo, lo salvaje, como si por las tablas trotasen guerreros mongoles. Esa fuerza, agarrada a la tierra, a lo telúrico, conecta muy bien, igualmente, con ese juego de colores primarios con los que trabaja Perales en la iluminación.
El verso dramático no es sencillo. El verso barroco tampoco; y menos el calderoniano. Quizá por eso puede escuchar el espectador en este montaje un verso dicho con mucho cuidado. La dicción es precisa, clara, pausada en muchas ocasiones. Incluso en pro de la claridad se sacrifica la ortodoxia métrica, rompiendo varias sinalefas. Quizá excesivo, pero muchos espectadores lo habrán agradecido.
En todo caso, hay que decir que la adaptación de La vida es sueño que propone Alfonso Plou en su versión es bastante fiel al original. Calderón es aquí muy reconocible. Más parece un trabajo de tijera que de pluma. Lo cual no quita para que el respetable asista a algunos cambios: el reparto de papeles en algunos momentos memorables, la suavización de la actitud final de Segismundo (quizá más acorde con la humanidad que se desprende del personaje encarnado), la propuesta (que no imposición) de matrimonio de Segismundo a Estrella (otra concesión a los tiempos), la manera final de dirigirse al público para cerrar el espectáculo…

Al hilo de esto último, el público olmedano recordará bien esa conexión. Pero no solo en el final, sino también y especialmente durante uno de los monólogos de Segismundo (aunque aquí no es tanto monólogo, como sugiero en el párrafo anterior). Versos muy conocidos que el público evoca. Ante la sutil invitación de los actores, el público entra al trapo. En la calurosa noche de Olmedo, se oye el murmullo del espectador. Y tras el mismo, atisbo de tímidos aplausos que no terminan de contagiar al resto del respetable. Buena faena del tendido, pues la intimidad del momento y su prolongación escénica a punto estuvieron de romperse por algunas palmas entusiastas y bien intencionadas pero torpes.