LA CUMBRE
TÍTULO: La cumbre
AUTOR: Fernando
Sansegundo
EDITORIAL: Ediciones
Antígona
SUBGÉNERO: Drama
AÑO DE ESTRENO: 2014
AÑO DE PUBLICACIÓN: 2015
Fernando
Sansegundo es actor. Seguramente eso se nota; esto es, que detrás del papel hay
alguien que escribe a la par que imagina interpretar. Y es que La cumbre es un drama para dos buenas actrices.
De hecho es un “tour de force” entre dos personajes que ocupan altísima
responsabilidad financiera pero que se encuentran en niveles de poder
coyuntural muy diferentes.
María
Fernández Estuardo e Isabel Sánchez Tudor. Dos mujeres enfrentadas en la cumbre
del poder. María es la cabeza visible de Kilt Corporation España. Isabel es la
mandamás de Albión S.A. (¡ah, la pérfida Albión…!). La pérfida Isabel ha
conseguido que María sea internada en un psiquiátrico y sometida a estricta
vigilancia, pero María todavía mueve hilos hábilmente desde su encierro y
maquina en contra de Isabel, que quiere doblegar a la primera a sus intereses. En
la disputa dialéctica, conocemos a ambas; sus obsesiones, su pasado, sus
ambiciones…
Pero
¿cómo? ¿Tudor? ¿Estuardo? ¡Cuánto me suenan estos nombres, caramba…! Ese el
problema. ¿Que suenen? Sí. No. Bueno, sí y no. Me explico. A nadie se le
escapará que no hay coincidencia sino intención histórica en los nombres. Ambos
personajes son un eco de otros dos históricos del siglo XVI: María Estuardo e
Isabel Tudor. La primera es María I, reina de Escocia; la segunda es Isabel I,
reina de Inglaterra. Católica la primera; protestante la segunda. Reina de
Inglaterra la segunda; heredera al trono inglés la primera (además de reina
escocesa). Eso sí, no hay que confundir a María Estuardo (reina de Escocia) con
María Tudor (reina de Inglaterra y predecesora de Isabel en el trono inglés). ¿Un
lío? Quizá. El problema es que estos personajes, extrapolados a la España del
siglo XXI y al mundo de la alta empresa,
evocan a otros personajes cuyas vicisitudes históricas quizá no son muy
conocidos por el gran público. Y el hecho de traer a María y a Isabel a nuestra
época y al mundo financiero es un intento de evocar la enemistad de aquellas
reinas como reflejo del enfrentamiento de dos mujeres en las cumbres del poder
(antes político, ahora financiero). ¿Qué pretende Fernando Sansegundo? ¿Hablar
del pasado o hablar del presente? ¿Hablar de dos figuras históricas o hablar de
la mujer actual sometida a la presión del poder? Lo segundo y lo segundo es lo que
intenta Sansegundo (lo siento, no podía resistirme…).
Hay
que aclarar que La cumbre es un juego
de imaginación. Fernando Sansegundo hace algo parecido a lo que décadas atrás
ya había hecho el dramaturgo francés Jean-Claude Brisville al imaginar en su
obra Encuentro de Descartes y Pascal joven
la larga entrevista que los dos pensadores tuvieron en 1647; y al imaginar, en La cena, el diálogo mantenido en 1815
entre Tayllerand y Fouché. Ambas piezas, por cierto, fueron llevadas a escena
magistralmente en España por Flotats, quien también interpretó con brillantez a
Descartes y a Talleyrand en sendos montajes. Pues bien, Fernando Sansegundo
hace algo parecido. Parecido; no igual. Porque esos encuentros que aquí se
dramatizan nunca existieron. El dramaturgo juega a imaginar cómo habrían sido
esas entrevistas envenenadas de haberse producido.
¿Cuál
es el problema? (a vueltas con la pregunta…). Que en La cumbre la trama del argumento no necesita para nada las
evocaciones del pasado. Y que la trama del presente no supone una lección ni
una interpretación histórica sino apenas un cierto juego ucrónico y un guiño
para los amantes de la Historia; para el común de los lectores o espectadores,
lo único que seguramente sonará serán los nombres Tudor y Estuardo. Por tanto,
esa referencia a la Historia parece más bien traída por los pelos y apenas con
el dudoso resultado de dotar a la pieza de una prestigiosa pátina histórica, de
un alcance que no llega a tener, de una profundidad engañosa, porque la
conexión pasado-presente parece poco justificada. Quizá tenga, eso sí, el poder
de recordarnos que el presente y el pasado se parecen más de lo que debieran;
o, como titularían los componentes de Ron Lalá uno de sus espléndidos montajes,
Siglo de Oro, siglo de ahora. Pero
sostener, como sostiene Javier de Dios en el interesante prólogo de esta
edición, que La cumbre es teatro
histórico quizá sea sostener demasiado. Es más, la conexión histórica se le
hace al lector más visible con nuestra Historia presente que con la pasada;
cualquiera notará que varias de las líneas que aquí están negro sobre blanco no
se hubieran escrito (o no se hubieran escrito igual) sin la reciente y ¿actual?
crisis económica (y seguramente más que económica).
Dicho
lo cual, es un acierto el dibujo de los dos personajes, por cuanto sostienen
sobre el papel (y ojalá sobre las tablas) dos perfiles dramáticamente
diferentes, que proporcionan al lector (y ojalá al espectador) un contraste que
no por esperado y teatralmente obligado es sencillo de lograr. Isabel (Sánchez
Tudor) tiene la sartén por el mango; María (Fernández Estuardo) es una
marioneta cuya voluntad se resiste a ser doblegada, un muñeco roto azotado por
los zarpazos de Isabel. Lo más subyugante de este drama es ese tira y afloja de
Isabel y María, esa partida de ajedrez psicológico, ese combate sobre la lona
del psiquiátrico. Lo más brillante es ese diálogo preciso, medido y sopesado que
mantiene al lector subido a la cumbre de este duelo a la sombra.
Y,
desde luego, la tensión (la curva melódica del nervio teatral) entre ambos
personajes perfila subidas y bajadas de intensidad pero domina un “crescendo”
general que desemboca en un final que no desvelaré. ¿Cuál es el problema? ¡Pero
¿otro problema?! Sí. Ese problema es que a La
cumbre le sobra parte del segundo encuentro de los cuatro que mantienen las
dos mujeres. ¿Por qué sobra? Porque es una pose. En ese ir y venir por la vida
y la relación entre María e Isabel, ambas llegan al momento tópico topicazo de
exaltación de la amistad que no hay entre ellas. Y entre cóctel y cóctel
adoptan la pose de: “¡Oh, sí, querida…! ¿Te acuerdas de cuando… bla, bla, bla?”.
Y entre una copa que va y otra que viene (las típicas copas de los manicomios…),
apenas avanza sólidamente la trama, cuyo relato se complica de modo un tanto grotesco
por mantener múltiples paralelismos de Isabel y María con las vidas de los
personaje históricos, y alcanza el dudoso mérito romper el interés que tan esforzadamente
había logrado hasta el momento y que, por fortuna, retoma en páginas
posteriores.
Aun
así, con esos dos baldones que he señalado, yo salvaría sin duda La cumbre, por lo que supone de
tensionado y casi siempre entretenido pugilato dialéctico y emotivo entre
Isabel y María. Hay mucha tensión emocional, no solo dialéctica. Hay poder
entre ambas, pero también humanidad. Y resulta emocionante ver cómo la poderosa
Isabel tensa la rienda cuando quiere o cuanto María la desespera, y cómo la
afloja cuando lo cree conveniente, estratégico o simplemente humano. Y resulta
emotivo ver el derrumbe psicológico de María, que en cierto modo es un derrumbe
engañoso (“en mi fin está mi principio”, dirá); hasta el punto de que cuando
más débil está más fuerte parece. En ese sentido, La cumbre recuerda ligeramente, y salvando las distancias, a Pedro y el Capitán, la sublime obra de
Benedetti en la que el torturado Pedro se agiganta moralmente ante el Capitán,
que mengua paulatinamente a pesar de su poder represor.
Así
pues, claro que salvaría La cumbre, porque
es una de esas obras ante cuya lectura muchas actrices pensarán: “Me gustaría
interpretar a… ¿María?, ¿Isabel?”. A mí, sin ir más lejos, me encantaría
interpretar a una de ellas (no os diré cuál). El problema es que no soy actriz.
Sí lo son, en cambio, Noelia Benítez y Pepa Gracia, que estrenaron esta pieza
un año antes de su publicación dirigidas por el propio autor. Me hubiera
gustado ver a estas dos almas sobre las tablas. A falta de eso, nos queda la
lectura de este no perfecto pero sí atractivo e interesante drama: La cumbre. Las conversaciones secretas de
María Fernández Estuardo e Isabel Sánchez Tudor.
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